Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

lunes, 29 de agosto de 2011


La vi pasar como un rayo verde,
fugaz y cegadora,
la difracción de un rayo de sol
en la arista undosa del mar
cuando la playa bate al ocaso.
No lucía dudas ni volantes.
Vestía un sari
y llevaba un tilak en la frente.
Gravitaba por mi cabeza
como un pañuelo mojado
o un sueño pesado
del que no puedes despertar.
Me acarició las puntas del cabello
con su boca de benjuí, y yo decliné
mi sonrisa en su garganta torvisca.
Luego despertó los pájaros
de mis muñecas con un torniquete de fuego
y desplegó sus cicatrices a contraluz,
para que no me encrucijara en aquella poesía
de la derrota. Para entonces la noche
ya espejeaba con ojos de grisalla
en la claridad azulina de un rayo de luna,
que hacía escorzos imposibles en el lucernario.
De pronto desmayó sus labios en los míos
–unos labios de sándalo rojo, húmedos de rocío,
surtidores de susurros y hechizos–
y me dijo muy quedo al oído:
“El corazón no se puede desviar
de la trayectoria de una bala,
ni la bala puede partir un grano de arroz”.
Un escalofrío de hiedra trepó por mi balaustrada.
No supe qué significaba aquello,
pero entendí que era cálido por el tono de su voz.
Todo ocurrió tan rápido como un astro-saeta
o una mirada ilíaca. Desperté dormido
y con la sensación de haber soñado
con un aquelarre de lenguas, canciones melanesias
y acertijos de carey, allende el mar azul,
en el país de Tusitala.

Yo no sé quién era o cómo se llamaba,
pero una palabra me vino a la boca
y ya no conseguí pronunciar otra:
Amor.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.


jueves, 25 de agosto de 2011


No fue el viento ni el azar
ni el embeleco del peyote.
Ni el crepitar de las horas llanas
en el alféizar de la nuca.
No fue, tampoco, un batiente de lobos
ni una jauría de lágrimas.
Todo se consumió en un puerperio de colores.
El cielo se acuclilló como una luna sin calafate
o un bibelot oriental.
La pupila se adensó en una lubricidad compacta y febril,
dura como el lapislázuli.
Los dedos se ramificaron por el arco de la espalda
en dendritas de estramonio, ondulantes crines de caballo
en un violín de hielo.
Las nubes dibujaron una aleta azul de ultramar
en su piel de faquir, y la lluvia borró los números
escritos en la mano y los tatuajes de dragones japoneses.
Los matices del negro se atornillaron entre sí,
como una lazada estéril o un tragaluz carnoso.
El alfil bajó la cremallera de la duna y la lengua
chasqueó como un buril o un lagarto en el terrario,
estirando su cola larga y prensil, de un verde cilíndrico.
Los fuegos repoblaron las mejillas, tan pálidas
y oleosas que resbalaban por la médula,
y luego vibró una pesquisa en el órgano
con la travesura del clarín.

La rosa se desenroscó las falanges, una a una,
y luego abrió su flor de caramelo al beso candente,
acariciador y disoluto que la acuchillaba –más, más adentro–,
y por ahí entraron a borbotones rayos y dédalos,
esquifes y canoas, con el amago esmeralda del agua,
estallando, por fin, en una colación,
todo mar y todo vida.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 19 de agosto de 2011


Ayer vi un gato tendido sobre el asfalto; no estaba dormido, estaba muerto. Lo vi y pasé de largo; seguí caminando como si aquello no fuera conmigo, como si fuese basura o detrito, o quizá una mancha de aceite o alquitrán en la calzada; estampas cotidianas del paisaje urbano –una china en mi zapato–. Pero su sola imagen bastó para remover mi conciencia, y me persiguió toda la tarde amonestándome con esa voz sibilante, de avispero, que te recuerda los agravios y los crímenes infligidos y no resueltos; como Orestes y las Furias. ¿Por qué me sentí culpable? Estaba muerto. No podía hacer nada por él. ¿Es que pensaba que se merecía un entierro decoroso? Repasé en mi mente lo que había visto, cada pormenor, cada matiz, cada detalle –y es increíble la cantidad de detalles que se pueden percibir en una sola ojeada y que luego afloran en retrospectiva–. Era un gatito, pequeño, famélico, apenas una cría de gato, de pelaje gris ceniciento, con toda seguridad un gato callejero, y estaba echado del tal forma en el suelo, cerca de la acera, que parecía dormido al sol o aparcado en doble fila, sin miedo a que se lo llevara la grúa. No se le veían manchas de sangre. No estaba aplastado contra el pavimento como una argamasa de carne, sangre y pelo. Lo único que delataba su condición de muerto –y descartaba al mismo tiempo que fuese un muñeco de peluche– era esa horrible inmovilidad, y la morbidez hierática, y las fauces abiertas, crispadas en una mueca espeluznante, en un grito de profunda angustia que le nacía de dentro, donde ya no alentaba un corazón; la máscara del dolor. Qué fea es la muerte, y en qué espantoso rictus deforma nuestras facciones, recuerdo que pensé. Me quedé turbado en su contemplación, como aquella vez que vi una paloma ensangrentada, con las alas rotas y el cuello torcido, debatiéndose entre espasmos y estertores, irremisiblemente condenada, ya casi muerta, atrapada bajo las ruedas de un coche; del coche que momentos antes la había atropellado. Entonces tampoco hice nada. Aparté la mirada y me alejé de allí como si hubiera contemplado mi propia muerte –y es que no podemos soportar que nos recuerden que la muerte es un hecho seguro y consumado–. El gato probablemente no había sufrido tan larga agonía. Debió de morir mientras cruzaba la carretera, temerario como sólo lo son los de su especie, creyendo, quizá, que aún no había agotado su reserva de vidas. Recibió un brutal impacto y murió en el acto. Y allí se quedó, como un tapacubos sobre el asfalto, durmiendo al sol. El coche que lo atropelló no se paró, y yo tampoco lo hice. Seguramente nadie se paró a cubrir su maltrecho cuerpo o a darle un último adiós. O a dejarlo apartado sobre la acera, para evitar que algún vehículo pasara por encima y lo machacase aún más –los organismos, en cuanto se vacían de vida, se descomponen tan rápido…; son como globos sin helio, trajes sin percha o vainas sin semilla–. Por un instante dudé en volver, pero no volví. Dicen que la omisión de socorro es un delito. Si es así, lo confieso: yo delinquí.

La vida pasa por encima de todos nosotros, arrollándonos.
La vida no ofrece su mano al caído.
Todos somos animales muertos en la carretera,
una piedra al borde del camino.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 15 de agosto de 2011


Mariposa chupaleches (Iphiclides Podalirius)


La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo, y tú has brillado mucho.
Blade Runner


Estaba yo absorto
contemplando la vasta herida del océano,
de un azul prístino que lacera el corazón por su indómita belleza,
y como hipnotizado por el oráculo del sol
que hierve el agua de nuncios y bruñe las olas de aljófar,
cuando una mariposa vestida de colores otoñales
–gran ocelo azul veteado de rojo, amarillo y negro–,
pasó junto a mí como una saeta estival
–¡oh, milagro cotidiano!, ¡oh, accidente feliz!–
agitando juguetonamente su graciosa cola de golondrina
para posarse sobre una flor de hinojo,
a los pies del faro.

Mientras ella libaba tranquilamente
el néctar de las umbelas,
por completo ajena a mi presencia,
y como llamado a recordar para siempre aquel momento,
saqué la cámara e inmortalicé lo efímero
–¿qué hay más efímero, más fugaz y más bello,
qué representa mejor el cambio en la naturaleza
que una mariposa?–
y aprehendí el cambio en pleno vuelo.

Y si no me acerqué más
fue por temor a espantarla
con mis torpes movimientos,
pues la belleza,
siempre frágil y huidiza, como la felicidad,
se admira de lejos.
–y lo que no alcanza la mirada, póngalo la imaginación–
Así pues, mientras buscaba el encuadre,
contuve el aliento.

Luego de unos segundos –segundos eternos–,
en los que pareció posar para mí,
indolente, liviana, ufana
como quien se sabe hermosa y admirada,
sin siquiera batir las alas en un trémulo aleteo,
como congelada en el tiempo,
la mariposa levantó el vuelo
– y quién sabe hacia qué reinos de vida vegetal,
cromática y luminosa voló,
para finalmente inmolarse en un ágape de colores,
para perpetuar el sacrificio de todo lo bello–
.

Y pensé:
¡Ay, mariposa, cuán bella y rozagante eres!,
tan bella como breve es el placer de disfrutarte;
duras lo que dura una estación,
vives desde que sale hasta que se pone el sol,
un día en la vida de un hombre, no más;
y si fueras más longeva,
acaso no te adornarían tantos colores,
y serías monocroma,
como nosotros, los hombres.

Y a continuación me pregunté, intrigado:
¿No serás la misma mariposa todos los veranos,
todas las estaciones?

Y con esta reflexión proseguí mi camino,
descendiendo por la ruta pedregosa
que conduce a la playa de Rodas.

El verano ya ha pasado para los dos,
me digo ahora.
Algún día nos encontraremos
en la senda de lo bello.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 12 de agosto de 2011


Vista desde las islas Cíes.

El mar me habla de tristezas infinitas,
de batallas y naufragios,
de faros que polinizan la noche,
de amores que zarpan hacia puertos lejanos.
–Y ocasos, largos ocasos de índigo y cinabrio–
El mar me habla como una caracola al oído, quedamente,
y yo no escucho más que su monótona cadencia de ola
que arrastra algas y ceibas.

¿Qué sabes tú, mar, de mis tormentos?
¿Sabes que ondeo en su piel de esparto como un sol angosto
y sin bitácora, alevoso de teoremas?
¿Sabes que mis manos tiemblan en su empuñadura de hierro
con un movimiento feral?

Ella te amaba como a una madre casta y dadivosa.
Ella tendía puentes a la lluvia.
Ella te dio su melodía impar para que cantaras Posidonias.
–Y en lugar de eso, echaste cenizas a la maceta–

Mar adentro el pensamiento es un silencio azul,
un hogar al mismo tiempo cálido y frío,
un laberinto de la infancia, febril y claustrofóbico,
la voz de lo propio y de lo ajeno.
Me rodea el agua hasta el cuello,
y me siento como un extraño en mi casa
o un desconocido en mi cuerpo;
y de pronto me sobresalto, atemorizado,
como cuando me extraño de oír mi voz
tras un prolongado silencio
y sólo me reconozco en el movimiento de los labios
y en esa sequedad de la boca que antecede a las palabras.

Es inútil respirar.
Bajo el agua no hay voz ni pensamiento; todo es silencio,
un silencio calmo y omnímodo como las branquias del océano.

A veces la oscuridad acontece como un relámpago
o una piedra rodada que da saltos en el agua
–la oscuridad, ¿yermo o yerro?–,
pero yo sé que este viento díscolo que me alborota el cabello
y me cierra los párpados son tus besos.

¿Acaso no es el corazón el que con sus suspiros
agita las ramas de los árboles?

Sí. Ahora ya sé lo que es.
Tu nombre es un visado de sueño,
la patada del feto en el útero,
esa punzada de luz que nos arroja a la vida
cuando lloramos por querer volver al vientre materno.
–Nadar en la nada, volver al no tiempo–

Nos cortamos el cordón umbilical para bailar más sueltos.
La muerte es un fundido a blanco, nieve de televisión,
ruido blanco, carta de ajuste, ópalo de fuego.
Mañana es hoy. Seremos lo que fuimos.
El mar es el pródromo de la tierra,
su prólogo y su epílogo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 7 de agosto de 2011


Vista de Baiona.

Hay viajes más largos que una noche, y enigmas de otros mundos.
Hay barcos hundidos donde peces y colores se amalgaman
en arrecifes de coral, como un caleidoscopio de vida.
Oteo este mar indivisible, prolijo de espuma, y en la voz de los acantilados
resuena tu nombre como un velero en duermevela, como un barco sin puerto
arrebolado a un remolino, siempre a la deriva –tu voz, áncora de tempestades–.
Podrías ser una mariposa monarca, la niebla que oculta el faro
en lo alto del peñasco o un acertijo engastado en el nácar de esta concha;
pero no, definitivamente eres una sirena varada en la cenefa de las olas
–anarquía en el celofán–.

Vigo, ciudad de playas y gaviotas, argolla azulina,
pantalán azul salobre, plétora de tentáculos y ostras,
joyel apaisado de puentes, bateas e islotes, blanco arenal
donde el sol fluye lentamente como un poema de lluvia, en pleamar,
y el cielo, enjalbegado de dioses, declama pestañas en el dedo;
Vigo, galápago añil, (des)mesurado mar insomne.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.