Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

lunes, 27 de mayo de 2013











El tiempo es una herida circular que nunca cierra,
cicatriz mal cosida que al rostro deforma, un cisma
inoportuno, un trabalenguas, la costura indeleble
del adiós. El amor es esa inquietud que nunca cesa,
los labios descosidos de la herida, laberinto suturado,
perturbación del ánimo que lacera y no te deja pensar
en otra cosa, que cuando crees haberla olvidado vuelve
a estar ahí, hostigándote, violándote, violentándote,
recordándote que le perteneces, que eres suyo y
siempre lo serás, su esclavo, tus grilletes, un traspaso
de poderes donde nunca hay un solo rey, déspota o tirano,
y donde los silencios arden más que una hoguera
de blasfemias. El amor es la ración –ración de dolor–
que ofrece el secuestrador al prisionero
                              –amor condumio, amor cautivo–
para alimentar unas horas más su éxtasis y su agonía.
Dime tú, ¿de qué vale la palabra del carcelero si nos robó
el tiempo y todas sus llaves? El mundo es de los vivos,
mal que les pese a los muertos.

Si tú fueras un poco más yo
y yo un poco más tú
no habría prolijidad en la palabra
ni agotamiento en esta fiebre.
Porque ¿dónde habría yo de buscarte,
dónde esperaría tu regreso
si no es en esta garganta cercenada
de prodigios y palomas?

Mis labios no pueden hablarte del silencio
bajo el agua
       –palabras que fluyen como peces escamados–,
tan sólo susurrar espasmos
y telarañas y vértices donde se imbrican
los placeres más protervos.

¿Y qué si la palabra es una playa desnuda
con todas sus rocas ardiendo a pleno sol?
¿Y qué si el amor es un cadáver insepulto
o una mastaba? Ya nada nos importa.
Nunca nos importó.

Nos hemos abierto los pulmones
para ver el aire pasar, y ahora
sólo vemos mariposas desaladas
del color del vino, más tristes
que el otoño con todos sus silbidos
y más solas que un paseo otoñal
donde las hojas vuelan con delicada
indolencia para apurarnos los ojos.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 13 de mayo de 2013














–Papá, ¿por qué el universo, nuestro universo, está gobernado por leyes?

–Hijo, no conozco la respuesta a esa pregunta, y mucho me temo que nadie la conoce. Podría ser que hubiera un Hacedor que creara en su momento, ya sabes, en la gran explosión, en el Big Bang, hace unos 14.000 millones de años, la materia, la energía y todas las leyes físicas, la gravedad, la fuerza electromagnética, la energía nuclear fuerte y débil; en definitiva, eso que algunas religiones llaman Dios.

–¿Y dónde está ese Dios?

–En ninguna parte. Nadie lo ha visto ni lo puede ver ni ha oído nunca su voz, aunque algunos teólogos y farsantes afirman que pueden comunicarse con él. No hay pruebas o evidencias de que exista. Es un fantasma o una elucubración, un delirio febril o, en el mejor de los casos, un apotegma vanidoso. Para creer en él hay que tener fe, una fe ciega e irreductible, una fe rayana en el fanatismo o en la estulticia. O quizás baste con ser muy estúpido y vivir la vida sin hacerse muchas preguntas, confiándolo todo a la intuición. Como ese Dios no está en ninguna parte, algunos postulan que está en todas. Es una ingeniosa vuelta de tuerca, ¿no crees? Cómo la inteligencia retuerce el significado de las palabras y el engaño, bien dosificado, nos brinda la autocomplacencia y la tranquilidad de espíritu.

–Qué raro, ¿no? ¿Acaso no será Dios una creación del hombre para justificar las limitaciones de su intelecto y sojuzgar mediante el miedo a otros hombres más crédulos o temerosos de un castigo ultramundano?

–Podría ser. Así lo creo yo muchas veces, porque ningún látigo subyuga más que el miedo a lo desconocido, pero entonces me pregunto: ¿cómo surgió este delicado, este falso equilibrio que permite la existencia de las estrellas y nuestra propia existencia? ¿Surgió espontáneamente? ¿Fue resultado del azar? ¿O es que éste es uno de los muchos universos posibles y el único, tal vez, en el que se dieron las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida?

–No parece el resultado de una tirada de dados. Las probabilidades juegan en su contra. Aunque, después de todo, la vida podría ser un accidente feliz. Tiene que haber una explicación, pero esa explicación escapa a nuestra comprensión. Y volviendo al Big Bang, o, mejor dicho, al instante previo al Big Bang, a eso que los cosmólogos llaman Singularidad, ¿cómo pudo algo –y con algo me refiero a este Todo, la Tierra, la Vía Láctea, el universo– surgir de la Nada?

–No lo sé. Tal vez porque la Nada no está vacía. Nunca lo estuvo. Es el vacío de algo que existió. Su remanente. Energía oscura, la llaman ahora. La partícula de Dios o el bosón de Higgs.

–Pues yo no puedo pensar en ser nada, porque siempre he sido algo.

–Ni tú ni nadie, hijo mío. Y sin embargo, estás compuesto por átomos cuyos núcleos están unidos por la fuerza nuclear fuerte, que es la que hace que protones con la misma carga no se repelan; y, al mismo tiempo, los electrones permanecen ligados a éste mediante la fuerza electromagnética. Por separado no son nada; pero juntos forman un ser irrepetible: tú. Moléculas. El genoma humano. La doble hélice. Cadenas de aminoácidos. Si entiendes la mecánica del átomo, del mundo más diminuto, entenderás la mecánica de todo el universo, su funcionamiento. Y quizás un día descubras el porqué de sus leyes.

–Aún tengo una duda, papá: ¿qué nombre tenían las cosas antes de que les pusiéramos un nombre?

–No tenían nombre.

–Pero existían.

–Existían, sí, porque para existir no nos necesitan. O sí. Nosotros sólo somos observadores. “Somos el universo contemplándose a sí mismo”, como dijo Carl Sagan. Y el hecho de que lo observemos de algún modo hace que sea real, que esté ahí, para nosotros. Es lo que se llama principio antrópico. La mirada crea el significado, y sin alguien que mirara es como si no hubiera nada, como si nada hubiera pasado. Ya sabes, Heisenberg, el principio de incertidumbre y el gato de Schrödinger. El hombre es un taxónomo. Todo hombre lleva dentro un Linneo. Pone nombres a las cosas, las etiqueta, y las etiqueta para ordenar su mundo, para desenvolverse mejor en él y facilitar así el traspaso de conocimientos a futuras generaciones.

–Según ese razonamiento, ¿Sara o Raquel existieron sólo porque tú existes?

–No es tan sencillo como eso, pero que yo recuerde su tránsito –tránsito fugaz, como el de todos– por la vida hace que aún sigan atadas a ella, un poco borrosas, tal vez, porque la memoria no puede reproducir fielmente y con precisión forma alguna, y menos una forma tan compleja como la humana, pero en esencia yo hago que sigan aquí. Vivas.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 4 de mayo de 2013














Me dijo que se llamaba Sara, o quizás Raquel, no lo recuerdo bien, pero para mí siempre fue Jeanne Hébuterne, la muchacha de los ojos tristes, la del cabello lacio y el flequillo inconsolable. Su voz se recostaba en mis cendales como un desnudo de Modigliani; temperamental, lasciva y esplendente Costa Azul. Y me miraba con esos ojos esmerilados, opalescentes, torpemente dibujados, como recortados en papel maché. (Me miraba de soslayo.) La mirada utópica, antojadiza, disoluta y vagamente enajenada, tan parecida y tan distinta a la de la condesa de Noailles reclinada en la otomana, tal como la pintó Zuloaga. La pamela cayéndole por las sienes y el dedo índice insinuando la boca, como invitando al silencio –un silencio claustral– o a un sueño nonato –un sueño fetal–, de mariposa nocturna. En su mirada, la dicotomía de todos los barcos. El mascarón envarado, de tajamar. Las olas cardinales. La zozobra temulenta. El flote y el hundimiento. Y saltó por la ventana como un pájaro al que le hubieran arrancado del canto las alas. Y saltó por la ventana como Jeanne Hébuterne. Embarazada de nueve meses saltó. Con el hijo dentro, saltó. El hijo muerto en sus entrañas aún vivas. Y saltó. Sin vacilar. Sin mirar atrás. Acaso oteando un horizonte promisorio; acaso buscando la última pincelada del día que acababa de abortar. O la mano siempre generosa del adiós. "Compañera devota hasta el sacrificio extremo". Y embriagada de locura, se repetía, mientras volaba próxima a la luz: siempre nos quedará un bonito epitafio en Père-Lachaise.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 2 de mayo de 2013











Somos el universo contemplándose a sí mismo.
Carl Sagan

El sonido de tus labios
cuando me besas
es la música del azar,
el silabeo del fuego
en las noches frías de invierno,
el calor que encoge los hombros
en un tímido chisporroteo,
el vaho que exhala la boca
y ese dedo ligero que garabatea mi nombre
en la ventanilla empañada
de un autobús urbano
para voltearme las ínfulas
y descorrerme gota a gota el mundo.

             –y qué decir del chasqueo de tu lengua
            si blande el rebenque de mi ausencia
            en retrospectiva–

Tus lágrimas no pueden herir el silencio
ni hervir grillos en soledad
si no es con una pausa entre dos alas
que se doblegan a su cálamo.

Y ahora dime:
¿y qué si cierro los ojos?,
¿y qué si imagino tierras lluvianas
en mares angostos
y frondosas copas sin una sola raíz?
Sólo cuando despierto
me doy cuenta de cuánto te he soñado
–soñado en ti–
para romperme los huesos
y evaporarme en un suspiro.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.