Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

martes, 25 de junio de 2013











Imagina que un día despertaras en otro planeta, que el principio de incertidumbre obrara un azar tan prodigioso sobre tus átomos que el mismísimo Heisenberg se restregaría los ojos de pura incredulidad. Estarías aquí y allá, conmigo y sin mí, viva y muerta, propincua y lejana. Duplicada. Leda atómica. Dicotómica. ¿Cómo sería estar viva y muerta al mismo tiempo?, ¿cómo viajar sin moverse por los confines del universo? Somos partículas entrelazadas, el entrelazamiento cuántico de dos electrones separados por galaxias enteras y unidos por una función de onda. Y en nuestra condición de fotones, coruscamos. Y en nuestra condición de fotones, fluctuamos. Si tú estás viva, yo estoy muerto; y viceversa. Somos la desigualdad de Bell, el gato de Schrödinger, el puente de Einstein-Rosen, el salto del espín. El amor es un estar y nunca ser. Amor cuántico. Amor más veloz que la luz. Amor antimateria.

Fue por eso que ya te amaba antes de nacer, y después de muerto, te amaré.


© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 18 de junio de 2013










¿Qué es una herida sin dolor
o un amor sin sacrificio?
Nada. La falsa apariencia de una rosa
a la que ya no afligen las espinas,
un dolor domesticado, falaz, despojado
de toda poesía, una belleza impostada
que no seduce ni embelesa ni cautiva.
Algo fútil e inocuo, un simulacro,
un engaño bien urdido,
algo que nadie deseará
si aún desea algo en la vida.

Ese dolor domesticado
tan común en nuestros días
al que algunos –pobres ignaros–
llaman amor en su estulticia
es una máscara sin misterio que no da miedo,
sino risa; amistad más que amor;
connivencia, que no riña.

Y es que el amor, iconoclasta, no tolera medias tintas.
El amor es una enfermedad que no se elige; te fusila.
El amor es vitriolo y sosa cáustica y el único
ungüento capaz de bizmar cualquier herida.

¿Para qué vivir si no es muriendo
por algo que al matarte te da vida?

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 15 de junio de 2013













Tenía el cabello fricativo y un acento de locura en la mirada, los ojos límpidos de lágrimas, de un azul inmarcesible, la expresión más trágica que jamás yo contemplé.

Vagas como una criatura sin techo, desorientada y aturdida, tan enjuta como una sombra en el asfalto o una escultura de Giacometti. Caminas sin saber adónde vas. ¿A qué umbral o lóbrega morada te llevarán tus pasos si perdiste las suelas de los zapatos? Erraste el rumbo, y ya no sabes volver. Así, de perfil, podrían confundirte con un retrato de Egon Schiele, pero no, tú eres más delgada que un hilo de luz, y acaso igual de mórbida. No te han concedido los dioses la gracia de la vida eterna, pero mientras yo viva, vivirás siempre en mí, recitándome los versos postreros de la mañana, reclamándome una y otra vez para besarte los lunares de la espalda, ésos que casi he olvidado. Es imperdonable, lo sé. Al final todo se olvida, menos lo que de verdad importa. Y a mí dejó de importarme todo, todo excepto tú.

Vivir siempre con miedo a que se descubra tu verdad, que es su mentira. La mentira de todos, la mentira piadosa. La palabra fementida. La caída de caballo de Pablo camino de Damasco. Una conversión sin paliativos. Y seguimos caminando como si los nombres de las calles fueran reales, como si los días no fueran una estación de pánico o un nudo de Salomón.

Lo que tenía que pasar, pasó. Y nada ni nadie pudo evitarlo. Ni siquiera yo. Cuantas veces lo intenté, otras tantas fracasé. Está escrito en las estrellas. Tiene que ser así. Nos guste o no. Y a mí no me gusta.

¿Qué habría pasado si no hubiera existido tu madre, o si tu hermano y tu padre no hubieran muerto? Conjeturas. Nunca sabremos la verdad. Eran otros tiempos.

Recuerdo aquellos tiempos, no porque fueran buenos, que no lo fueron –a decir verdad, fueron malos, muy malos, los peores de mi vida–, y sin embargo, cuando pienso en aquel entonces (in illo tempore), no puedo evitar que un sentimiento de nostalgia, de dulce y tierna nostalgia, se apodere de mí y me invada como a la roca de un castillo abandonado la hiedra. Y entonces me doy cuenta de que añoro las ruinas de tu ciudad arrasada por el fuego, de que el amor es peste e incendio, antídoto y veneno, el más cruel oxímoron, imposible librarse de él, imposible esquivarlo o vencerlo, y que aunque trate de levantar piedra a piedra tu antigua fortaleza, nunca, nunca ondeará en lo más alto de la torre la misma bandera.

En todo comienzo, por muy triste que fuera el final que lo precedió, late, acezante, la ilusión de lo nuevo. Y hay algo más, algo que nos mortifica y que nos vivifica a un tiempo, y es que cuando alguien muere, nosotros empezamos a vivir; una vida vicaria o adventicia, una vida miserable, si se quiere, pero vida, al fin y al cabo. Cuando hemos visto morir a alguien cercano a nosotros, alguien a quien hemos amado y hemos llamado madre, hermano o amor, sangre de nuestra sangre, carne de nuestra carne, no sólo muere con él una parte de nuestro ser, como reza el tópico, sino que también, y aquí viene la sombra de toda luz, resucitamos, sentimos que hemos sido devueltos a la vida, aun en contra de nuestra voluntad, y que tenemos una segunda vida que sufrir y que –, esto es lo que nos repugna ad náuseam– disfrutar. Aunque el otro ya no esté. Porque el otro ya no está. La muerte libera a quien más quiere del cilicio que un día forjó para atormentarse.

Toda casa está cargada de recuerdos. Toda casa es una casa de empeños. Simbolismos. Vivencias. Recuerdos de otra época. Esos recuerdos nos atan a ellas. Tiran de nosotros. A veces incluso nos desgarran. Somos caracoles tirando de su concha aun cuando ya no haya concha de la que tirar, y dejamos un reguero de babas a nuestro paso. No es el cemento ni el ladrillo lo que nos ata a las casas. No son las vigas ni el entarimado de madera. No. Es algo más sutil que todo eso. Es su voz, su voz que nos llama, la voz de todos los que una vez vivieron en ellas. Las casas están poseídas por sus antiguos moradores; las casas tienen espíritu. Hay un cementerio en toda hoguera familiar donde crepitan las llamas de las viejas leyendas de nuestros ancestros.

Las personas son casas en las que habitamos, dormimos, reímos y lloramos durante una estancia, unas veces más corta, otras veces más prolongada –depende de si es temporada de verano o de invierno–, de nuestras vidas, lo que aguantan sus cimientos. Y su andamiaje imperfecto. Cuando cambiamos de casa, algo de nosotros queda atrás, unas pertenencias que no podemos transportar ni vender ni cuantificar, y que nunca recuperaremos. Se pierden para siempre en un lugar desconocido. ¿Un corazón en el depósito de objetos perdidos? ¿Una moneda en el fondo de un estanque, teñida de verdín? Tu casa no duró mucho tiempo. Se la llevó el viento. El soplo del lobo malo. Como la paja se la llevó. Yo echo de menos tu casa. 

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.