Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

jueves, 30 de julio de 2015

Pienso en el día en que los caballos aprendieron a llorar.
Antonio Gamoneda

Podríamos volarnos los colores de los ojos
con la punta afilada de un lapicero
y emancipar así la estrella desarmada
de su jerga inútil.

Sería casi como sentir en la boca
la geometría azucarada del agua
con su demótica de serpiente de río
y sus fractales rotos y sinceros,
o desatar las cinchas dactílicas del trueno
por las plaquetas insepultas del tiempo
y destrenzar estos flashes hiperbólicos
de sus rectos aguaceros.

Yo tengo espinas en la espalda
–mil y una–
que muerden a los pájaros
de frutos amargos
y plumón en retroceso
y un nido de abejarucos
que me acribilla la noche repentina
con su calostro traspuesto de pérgolas
y un violín receptivo a la lluvia.

Los caballitos de dientes de metacrilato
y lágrimas cabareteras
rechinan tremebundos en tu noria
mientras los gatos cítricos son devorados por el asfalto
y están muertos y parece que durmieran
con aquellos ojos freáticos tan suyos
donde nunca más asomará, rapaz, el hambre.

Y así se nos va revelando la hermosa cicatriz del recuerdo
con su acústica de estrella liofilizada
y esa rima paroxística de púgiles enfermos,
y ya no cabe más amor en este puño trémulo,
y mientras discutimos sobre cómo ponernos de acuerdo,
la vida se nos pasa como el sueño rápido de un perro.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.










Sucumbí al encanto de tu mar
y me precipité en tus acantilados verdes,
y en ese hórreo de tristezas que es tu verso eterno
me hice bosque nómada y luna percentil
y trisquel de lluvia sedentaria
                                                  y casariega.

Estuve en tu ciudad, pero en tu ciudad no estabas tú.
        –Gijón, elogio del horizonte, Picu’l Sol–
Yo debería estar viviendo en esta ciudad tuya que
en realidad nunca fue mía, y por eso ahora que estoy
aquí me resulta todo tan extraño, nuevo, desconocido,
deslumbrante como el color que nunca se ha visto.
                                                                          Siento
que esta vida mía no es mía, que no me pertenece,
que fue escrita para otro, otro yo tan distinto del que
debí haber sido –ser contigo– que no parece el mismo.
A veces me siento un intruso en mi propia piel, un ladrón
de cuerpos, un impostor
de vivencias, un viajero envejecido que perdió su camino
                                                           mientras te buscaba
y que ahora ya no sabe cómo regresarse.

Luego, cuando ya me iba,
encontré el lugar donde te hiciste aquella foto
–y nunca te pregunté dónde era, cabo Vidio,
         mas algo dentro de mí lo sabía, presciencia–,
pero en aquel lugar no estabas tú, tan sólo
se escuchaba el viento rugir
como si quisiera empujarme a la fatalidad
con su loco albedrío.

Y aun así bordeé el angosto camino que recorre el faro
                                                            sin mirar hacia abajo,
hacia el imponente acantilado que me llamaba con una voz
tan parecida a la voz tuya, una voz que ya casi he olvidado
                                    como se olvida todo lo que se fue
no habiendo sido.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 19 de julio de 2015

Era agosto aquella tarde solitaria de orugas en la hierba
y calor pegajoso en los soportales, y nos besábamos
con el arrebol paralizante de un pararrayos, fúlgidos
de amores y esplendentes en nuestra carnosa tozudez,
tan frágiles y vergonzosos como cuando éramos niños
y cerrábamos los ojos –¿recuerdas los dos rombos?–
al ver una escena de sexo –y apenas se veía nada, un pezón
vislumbrado al trasluz o una teta hábilmente tapada
por una púdica mano y unos dedos crispados sobre las sábanas
túrgidas, y luego, ya en el clímax, un muy oportuno fundido a negro–
en aquellas películas de romance y de acción de los ochenta,
tan ingenuas como el tiempo que nos tocó vivir.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 17 de julio de 2015

Tú y yo inventamos un lenguaje
para olvidar el que a todos de niños nos enseñan
–¿recuerdas?, como las hermanas Brontë
en su infinita tragedia, o Vladimir Nabokov,
con sus coloridos arlequines y falenas–,
un lenguaje de signos, que no ciego,
con sentidos y sinsentido,
un lenguaje (zoo)ilógico
para que ningún animal pueda enjaularnos
en sus barrotes de cuerda cordura
y cruel alienismo,
con su semiótica de pez volador
y su curva dialéctica de erizo;
un lenguaje, en definitiva,
para entender lo que nadie sabe
o intuye saberlo
–como enumerar todos los matices del blanco,
o destramar uno por uno los hilos del negro,
o adivinar el hipo del grifo–
y aprender a callarlo.

Para qué necesito hablarte,
me digo,
cuando puedo leerte con los labios
y decirte te quiero sin decirlo
y enmudecer de amor en tu silencio,
si lo que se calla es más importante
que cuanto se dice
y lo que se dice pierde de inmediato
todo su valor
por el hecho de ser dicho,
y no siendo ya más tu secreto,
–el secreto tuyo, el secreto nuestro–
es vana la palabra y vano también el deseo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 12 de julio de 2015

Huyes de ti para alcanzar verdades que no existieron nunca.
Antonio Gamoneda

I

Durante un tiempo,
que diremos nuestro,
la tristeza permaneció fiel a su memoria.
El cielo abolido de los cátaros
se nos abrió como una urna azul celeste
o un buzón de cumbres, altivo ruiseñor enamorado
de su fría escarcha. Luego un dedo perdió su alfiler
voladizo en la noche sin tiempo de los girasoles
y ya no hubo cencellada bajo las axilas
ni otro relámpago más certero que el beso.
El mar, con todos sus despojos verdes, flotaba
como un espléndido castillo –Neuschwanstein–
o un conglomerado de dientes, y la nieve de los párpados
lentos pugnaba con el rojo intenso de la ciudad
por diluirse en las celdas narcóticas del sueño. La noche
es otro lugar, me dije, algo beodo todavía, un traje oscuro
de lo más ceñido. Quizá podamos encontrar juntos
un lugar donde llorarnos.

II

Hacía tanto calor allí dentro que las lágrimas se secaban
en las costras de los ojos. Las moscas reían a los niños pobres
–pobres niños– del basurero, y los candados de la sangre
apenas cerraban sus puentes colgantes. Un metal fundido
resbalaba por la dureza mineral de sus ojos cilíndricos, y en el iris,
una efélide blancuzca ovalaba la entera circonita. A través del cristal
esmerilado de los súcubos, aquellos dioses griegos se vestían
de números primos y enfermedades vectoriales, y, por
completo ajenos a toda aquella inmundicia, espantaban
a los niños pordioseros con venablos bien agudos y ofrecían
el néctar de su cornucopia a las moscas.

III

Ya está.
Te despierta la mañana
con su lengua estropajosa,
de gato hirsuto y callejero,
y sólo piensas en follar.
Pero el vómito es demasiado rápido
para regresar directo al estómago,
y tu polla no está erecta.

IV

Ah, sí. La belleza.
Me roza con sus antenas grotescas
y esos pingües cosméticos de olor ducal
y empiezo a sentir asco y repulsión
y ganas de exterminar hasta el último querubín
de Murillo; me siento asqueado, sí,
y nauseabundo y un alien homesick,
y soy, de pronto, el más despiadado asesino,
Baruch Spinoza, Jesse James o Robert Ford,
cada vez que veo un mosquito
pululando por la pantalla del ordenador
y sólo pienso en aplastarlo
y en estampar su negra mancha de bicho asqueroso y repulsivo
sobre el blanco inmaculado de mi bloc de notas.
Y así puedo, por fin, empezar a escribir, libre
de distracciones, por fin libre.

V

Te veo venir, y te pareces, qué sé yo,
a los moluscos de cuernos translúcidos
que viajan en el vientre de la bestia
esperando sobrevivir a su digestión,
o a una libélula que se acerca al hipogeo
carente de náuseas, con el hocico fláccido
del níspero y una tristeza retráctil. Su
banquete de colores sería un infierno tártaro
para el capricho veloz de una sombra paralela
si no se fundieran antes los casquetes.

Vienes a mí, descalza, como nube pasajera,
con la prisa azul de un mocasín
colgado del cable del telégrafo
por algún pandillero nostálgico de las alas
que nunca se tatuó en los omóplatos.

Y me hablas con el acento garrapiñado de la lluvia
cuando espolvorea canela en polvo y azúcar glas
sobre la inflada levadura de la tierra,
y la tierra huele a café recién molido
y a fruta confitada
y a stracciatella.

VI

Su música me seguía a todas partes
como pisadas en la nieve,
con un granizado de pájaros blancos
en los tacones y un bosque muy oleoso
y craso en las puntillas danzarinas de los pies, y,
en los talones, una noche americana.

Cuando el párpado delicado de la lluvia
agriete la luz afónica de aquel faro,
ella sabrá que estoy allí, luna raquítica,
y la querré con un amor sin fisuras.

VII

Hay corazones que son como una iglesia en ruinas
donde el musgo reverdece la piel granítica del tiempo
y la hiedra se eleva como una plegaria silenciosa.

A veces me gustaría masticar las raíces de tu árbol viejo
para reposar como un planeta inmóvil, y sentir
que no soy nada, como quien tiene un don y no lo usa
porque prefiere la épica del fracaso al ocaso del héroe.

VIII

//Rebasa saber –te–,
–te– alaba la bala
aérea//

Tu ingravidez es monodosis, un juego pítico
coronado de serpientes, la risa limpia del oráculo
o el barbero demoníaco de Fleet Street; un musical
sin trampas ni trampillas ni deus ex machina.

IX

Líbrame de abril,
terminó por implorarme,
allí en medio del lecho marino,
entre algas filiformes y chapapote,
y yo no supe qué decirle
para hundir su cabeza en el agua.

Haz como cuando nos conocimos en aquel bar
y nos dijimos esas cosas que se dicen
para quedar bien
aun sabiendo que nunca se cumplirán;
ámame.

Quizá mañana,
mañana tal vez.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 8 de julio de 2015

Dios te escribió con el trazo imperfecto de la carne
y la ciencia (del sueño) obró el milagro de resucitarte.

Cuando el tiempo era un espacio en blanco
en la blanca espuma de la vida
y la primera luz aún no había prendido
con la incipiente promesa de un parto,
yo ya escuchaba tu vientre de alondra
revolotear
en el silencio antojadizo de lo por venir,
y podía reconocerte –sí, podía–
en cada uno de sus minúsculos latidos,
como esas canciones que ya sonaban
mucho antes de yo nacer, y que uno pensaría
que fueron expresamente escritas para él.

–qué fácil es dejarse engañar
por la ilusión de un destino amable y bondadoso–

Cuando el mundo era demasiado joven para contarlo
y ni los pájaros musitaban su eterna migración
de tantos y tan largos veranos, yo ya sabía
que de entre todo ese abanico de probabilidades
tú eras el número más real, el boleto premiado
en mi desafortunada lotería.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 6 de julio de 2015

Adéntrate en mí, me dijo, así, veloz
como una ardilla, con el labio malherido
de caricias y el frío candente de los días
que fuimos dejando atrás.

Un cielo indultado de anís
con su gramola de pájaros en almíbar
y un fundíbulo de nubes narcotizadas
por la tragedia del rojo.
Algo tan absurdo y banal
como un oso panda con trompeta
o un cardumen de tórtolas.

Mírame en el sol que declina,
en la lluvia decantada, en esos ribetes
de viento que transmutan la ácida sustancia
del recuerdo por una pústula más amable.

Sé que no volverás, pero he imaginado
tantas veces este momento que ya no me alivia
la espera, sé que me voy haciendo llanto audible
en tu fantasma, en lo poco que va quedando
de ti en mí, y créeme, así es mejor. Por favor,
no me quites este placer, este picor, esta agonía,
que hasta a los condenados a muerte
se les concede un último deseo –the last supper–.

Duérmeme con el frío premonitorio
de los ojos que se advienen pronto al sueño
sin saber cuándo volverán a despertarse
o si despertarán siquiera, si esta noche será eterna
o si habrá un mañana esperándonos
junto al Faro.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 2 de julio de 2015

Camina solitario como el vaivén de una ola
sin esquinas que redondeen su desnudez.
En esta orilla solícita todo mar es gentil y toda
oda cae de espuria. No hay necedad en el batir
de la espuma, por más que los acantilados rompan
pábilos de estrellas y la noche se acurruque
como una cresta de gallo.

Todo arranca con el silbido del tren
y su rodar metálico y su humo metafísico.
Las maletas se deshacen en hoteles
de neón y las piernas se apean solas,
sin estribos ni pináculos. El viajero
no lleva alforjas a la batalla ni aristas
que le arañen los bolsillos.

Es austera la ecuanimidad del terciario,
con su vena agostada y su pobre
mansedumbre de animal doméstico.
¿Y qué me dices de la lluvia esquelética
que danza en las farolas como un perro
sin raza? En la oscuridad bulbosa,
incluso las costillas tienen alas.

Hay moradas más urgentes que la nieve
y anatemas sangrantes y llaves que sólo
abren colirios en la tundra. Duele en la
boca el aliento empenachado y duele
también en las vísceras sin plumas.
Nunca un pálpito desfloró a una vestal
ni un suicida rebañó la pólvora. Tu
silencio está en la equidad del silbato,
en la travesía imponente de la hélice
que amenaza con partir el cielo
en fósforos de nata.

Y el sol que se esconde en el maléolo
de las muchachas de tez oscura como
una música rala y afrutada.

Todo beso es el embrión de una naturaleza
aterradora; en el amor se alfombra la sordidez
del firmamento, su fría atmósfera azul sin
glaucoma. No hay fronteras en el desierto,
si acaso un oasis hermafrodita. Visiones
de arena y sal. Espejismos fluctuantes. El
destino se incuba como un feto fosilizado
o una larva sin mandrágora ni esquejes;
en cada autopista, racimos cromáticos
y encrucijadas de cuervos.

¿Qué hay más honesto que la muerte?
¿Qué hay más real que el vacío?
Sólo el dolor que nos recuerda lo que somos,
y lo que somos es lo que fuimos.
Nada.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 1 de julio de 2015

Nunca he sabido
por qué los cuentos infantiles
son tan terroríficos
o por qué en vida
no se nos pasa una
y luego, al morir,
se nos perdona todo,
hasta lo más ruin.

Nunca nadie me ha explicado
por qué en los semáforos
hay hombrecillos rojos y verdes
que caminan sin dar un solo paso
o por qué en invierno los cristales
se empañan de una música húmeda
tan parecida al amor.

A veces pienso que esta tristeza
es la promesa abuhardillada de una canción
que se resiste a hacerse lluvia
–dicen que las gotas de agua son idénticas
unas a otras, pero mientras caen no tienen color
ni forma y al caer hacen distinto ruido–
o de una calle enamorada de su soledad.

A veces se me hace tarde
para decirte lo pronto que te quiero, para decirte,
amor mío, si no hubiera un nunca o un mañana o un después,
siempre tendríamos este ahora para amarnos el ayer.

A veces, simplemente,
esta tristeza tuya se me hace tan mía
que la piel no me abriga ya los huesos
y la vida no me da para vivirla.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.