Tenía el cabello fricativo y un acento de locura en la mirada, los ojos límpidos de lágrimas, de un azul inmarcesible, la expresión más trágica que jamás yo contemplé.
Vagas como una criatura sin techo, desorientada y aturdida, tan enjuta como una sombra en el asfalto o una escultura de Giacometti. Caminas sin saber adónde vas. ¿A qué umbral o lóbrega morada te llevarán tus pasos si perdiste las suelas de los zapatos? Erraste el rumbo, y ya no sabes volver. Así, de perfil, podrían confundirte con un retrato de Egon Schiele, pero no, tú eres más delgada que un hilo de luz, y acaso igual de mórbida. No te han concedido los dioses la gracia de la vida eterna, pero mientras yo viva, vivirás siempre en mí, recitándome los versos postreros de la mañana, reclamándome una y otra vez para besarte los lunares de la espalda, ésos que casi he olvidado. Es imperdonable, lo sé. Al final todo se olvida, menos lo que de verdad importa. Y a mí dejó de importarme todo, todo excepto tú.
Vivir siempre con miedo a que se descubra tu verdad, que es su mentira. La mentira de todos, la mentira piadosa. La palabra fementida. La caída de caballo de Pablo camino de Damasco. Una conversión sin paliativos. Y seguimos caminando como si los nombres de las calles fueran reales, como si los días no fueran una estación de pánico o un nudo de Salomón.
Lo que tenía que pasar, pasó. Y nada ni nadie pudo evitarlo. Ni siquiera yo. Cuantas veces lo intenté, otras tantas fracasé. Está escrito en las estrellas. Tiene que ser así. Nos guste o no. Y a mí no me gusta.
¿Qué habría pasado si no hubiera existido tu madre, o si tu hermano y tu padre no hubieran muerto? Conjeturas. Nunca sabremos la verdad. Eran otros tiempos.
Recuerdo aquellos tiempos, no porque fueran buenos, que no lo fueron –a decir verdad, fueron malos, muy malos, los peores de mi vida–, y sin embargo, cuando pienso en aquel entonces (in illo tempore), no puedo evitar que un sentimiento de nostalgia, de dulce y tierna nostalgia, se apodere de mí y me invada como a la roca de un castillo abandonado la hiedra. Y entonces me doy cuenta de que añoro las ruinas de tu ciudad arrasada por el fuego, de que el amor es peste e incendio, antídoto y veneno, el más cruel oxímoron, imposible librarse de él, imposible esquivarlo o vencerlo, y que aunque trate de levantar piedra a piedra tu antigua fortaleza, nunca, nunca ondeará en lo más alto de la torre la misma bandera.
En todo comienzo, por muy triste que fuera el final que lo precedió, late, acezante, la ilusión de lo nuevo. Y hay algo más, algo que nos mortifica y que nos vivifica a un tiempo, y es que cuando alguien muere, nosotros empezamos a vivir; una vida vicaria o adventicia, una vida miserable, si se quiere, pero vida, al fin y al cabo. Cuando hemos visto morir a alguien cercano a nosotros, alguien a quien hemos amado y hemos llamado madre, hermano o amor, sangre de nuestra sangre, carne de nuestra carne, no sólo muere con él una parte de nuestro ser, como reza el tópico, sino que también, y aquí viene la sombra de toda luz, resucitamos, sentimos que hemos sido devueltos a la vida, aun en contra de nuestra voluntad, y que tenemos una segunda vida que sufrir y que –sí, esto es lo que nos repugna ad náuseam– disfrutar. Aunque el otro ya no esté. Porque el otro ya no está. La muerte libera a quien más quiere del cilicio que un día forjó para atormentarse.
Toda casa está cargada de recuerdos. Toda casa es una casa de empeños. Simbolismos. Vivencias. Recuerdos de otra época. Esos recuerdos nos atan a ellas. Tiran de nosotros. A veces incluso nos desgarran. Somos caracoles tirando de su concha aun cuando ya no haya concha de la que tirar, y dejamos un reguero de babas a nuestro paso. No es el cemento ni el ladrillo lo que nos ata a las casas. No son las vigas ni el entarimado de madera. No. Es algo más sutil que todo eso. Es su voz, su voz que nos llama, la voz de todos los que una vez vivieron en ellas. Las casas están poseídas por sus antiguos moradores; las casas tienen espíritu. Hay un cementerio en toda hoguera familiar donde crepitan las llamas de las viejas leyendas de nuestros ancestros.
Las personas son casas en las que habitamos, dormimos, reímos y lloramos durante una estancia, unas veces más corta, otras veces más prolongada –depende de si es temporada de verano o de invierno–, de nuestras vidas, lo que aguantan sus cimientos. Y su andamiaje imperfecto. Cuando cambiamos de casa, algo de nosotros queda atrás, unas pertenencias que no podemos transportar ni vender ni cuantificar, y que nunca recuperaremos. Se pierden para siempre en un lugar desconocido. ¿Un corazón en el depósito de objetos perdidos? ¿Una moneda en el fondo de un estanque, teñida de verdín? Tu casa no duró mucho tiempo. Se la llevó el viento. El soplo del lobo malo. Como la paja se la llevó. Yo echo de menos tu casa.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.