Le contaron que aquella terrible noche en que se apagó la última luciérnaga que cintilaba en su pecho su voz clamó desde las oscuras profundidades de la tierra llamándole de un modo perentorio, desesperado, como el telúrico grito de un bosque devorado por las llamas.[...]
[...]Quería llamarle y oír su voz por última vez, antes de que el silencio sofocase el cada vez más débil y amortiguado latido de la vida. De algún modo, en aquellos agónicos instantes ella supo, con la clarividencia que sólo dan la proximidad y la consciencia de la muerte, que su vida se consumía tan rápido como el pábilo de una vela, que toda su cera se había derretido y que a su llama titilante le había llegado el soplo final.[...]
[...]Por doloroso que fuera, sus ojos debieron oír las cuerdas rotas de su canto, para nunca olvidar aquel silencio de acordeón. Porque hasta el acerbo resabio de la última gota de su vida era un trago más dulce que el más dulce néctar que su boca pudiera paladear. Un elixir como ése nunca más lo volvería a probar.[...]
Qué triste, mi Amor, cuando la lasitud de la muerte separa las manos anudadas de los amantes.[...]
[...]Y ahora todos esos sueños tan queridos se habían desmoronado como un castillo de naipes por la cruel baraja del tahúr destino, y permanecerían enterrados para siempre en el limbo de los sueños rotos, amputados de realidad, entre las cartas marcadas de la muerte.[...]
[...]Al caerse el telón de los ojos, en el proscenio de su boca, iluminada por las candilejas de la nueva vida que acababa de nacer, tembló y batió las alas una mariposa recién salida de la crisálida. Con ingrávida ligereza, hizo una pirueta en el aire y voló hacia la ventana abierta, atravesando el disco solar y bañándose en su próvida luz, pero ninguno de los allí presentes la vio. En sus alas moteadas tremolaba un lejano resplandor. Su alma se había elevado al cielo y viajaba al infinito, a la nebulosa de una estrella muerta, Xibalbá. Como Psique, había alcanzado la inmortalidad.
Era un 23 de junio, y aquel día, a pesar de que los rayos de sol jugaban alegremente con las lágrimas secas de sus pestañas abatidas, la alondra no cantó.
Ahora tengo un año más y dos vidas menos. Mis cabellos han perdido el pigmento del sueño, y mi alma ha envejecido los años que tu cuerpo no vivió.[...]
[...]Jamás olvidaría el desmayado timbre de su voz, ni su llanto de niña abandonada. Aquélla tenía que ser la voz de la Eterna Tristeza.
El abrigo de mi voz no te quitó el frío de los labios, ¿verdad, mi Amor? Lo siento tanto.
“Habré de morir para dejar de nombrarte”, dejó ella escrito a modo de epitafio. Pero se equivocaba. La muerte no había apagado el eco de su voz. Él aún podía escucharla en lo más profundo de su piel de silencio, llamándole desde el umbral de la memoria.
Meses después de su partida, él aún seguía llamando a su número o enviándole mensajes en fechas señaladas, como su cumpleaños o Año Nuevo. Una parte de él, la más racional, sabía perfectamente que nunca le respondería –no podía responderle, estaba muerta–, pero otra parte –quizá la parte más fuerte de las dos, la soñadora–, no había dejado de fantasear con la idea de que de pronto volvería a oír su voz al otro lado de la línea. Y con toda seguridad, volvería a oírla sonreír, espléndida de vida.
Como el bosque en el deshielo, mi siempre primavera.
[...]¿Cuál no será la grandeza del amor que ni siquiera la muerte logra extinguir sus rescoldos humeantes? Él siempre esperó aquella última llamada, aun a sabiendas de que nunca se produciría, al menos no en los estrechos márgenes de la realidad.
© 'La última llama(da)', Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.