Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

domingo, 24 de junio de 2012












Hoy es 23 de junio. Noche de San Juan. Tu última noche. Te quemaste como una hoguera en la playa y el aire escupió tus cenizas al mar. Fue en Tapia de Casariego. Lo recuerdo. Ya han pasado tres años. Tres largos años. ¿Quién lo diría, eh? Ahora eres parte del agua. El líquido elemento. Nadas con los delfines y todo eso. Yo también ardí, pero de un modo muy distinto. Hacia dentro. Explosión e implosión. Al final todo se reduce a lo mismo: fuego. El fuego mata y el fuego crea. La vida brota donde el fuego quema.

Puede que te cueste creerlo, pero no me he movido de aquí en todo este tiempo. Sigo sentado en la playa esperando a que arda el último rescoldo de la hoguera. Aunque llueva, aunque diluvie (qué bonito es pasear por la playa bajo una fina capa de lluvia), aquí estaré. Esperándote. Esperando a que el mar me devuelva tus cenizas. Quién sabe si convertida en un delfín (aunque creo que en el Cantábrico no abundan los delfines). Y sin embargo, tú tenías un delfín en el ombligo. Lo recuerdo porque yo nadé con él. En él. Y eso que apenas sé nadar. El mar siempre me dio miedo. Su vastedad azul. Su calma tensa y policromada. El pecio de tantos naufragios.

Hasta que te conocí.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 22 de junio de 2012











Mi infierno es un cielo violáceo de nubes
desgreñadas, unas nubes de hirsutos vellones,
juguetonas y volubles, como niñas que aprenden
a pintarse los labios delante del espejo, de mujeres
con corazón de taxímetro y parking subterráneo
y medias de rejilla y lengua procaz que zigzaguean
la calle como sombras astilladas, sombras soñolientas,
ateridas de frío, de vértebras flotantes y uñas mordidas,
sombras perfiladas en una noche recortada del asfalto,
apaisada, nictálope, febril, reptil, rapaz, sombras chinescas,
huesudas, de una muerte sin contornos, difusa y amanerada,
que retrocede prematura, como un percebe renegrido
en el cielo de la boca.

Tu cielo es un eufemismo de mi infierno,
sólo que más tierno y lacustre, un cementerio
de neón, una luna flébil y oblonga, como ese
rayo daltónico que columbra el espacio entre
dos cejas o una crespa de luz que alborea el ojo
cuneiforme de la noche y remeje la cometa
siempre tersa del estanque.

Mi amor es una brújula hemofílica,
un pie insinuado a la lluvia,
una entropía de colores,
una estrella sin aristas,
la aféresis del tiempo,
una pústula de luz en la piel brumosa de la luna,
una grieta en el espacio,
el canto rosicler de la aurora,
el ajimez del crepúsculo,
unos dedos andariegos,
una jerga amotinada,
un orgasmo de pétalos junto al oído,
el alcorque de los árboles que esputan hojas al otoño,
las muescas de la peonza que nunca deja de bailar.

Tu amor es un paisaje de casas encaladas
y puertas de añil, la piedra achicharrada
donde el sol se ovilla como un esqueleto
refractario o una lagartija borracha.

Nos besábamos en fase lunar, y el beso
decrecía como un sol amniótico
en la danza de las lenguas o una oblea
elástica en la depresión del ombligo.

Te alejas poco a poco, como un beso rojo
en el ángulo muerto del retrovisor. Somos
volutas de humo y nos deshacemos en el aire.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 10 de junio de 2012












Observo triste cómo cristaliza el perfil
de las olas contra el bajel del ocaso.

Y me doy cuenta de que ya no quedan faros
en las cuencas de la piel ni arena
en los poros del agua.

Cuántas danzas perdieron su virtud.
Cuántas uñas se doblaron a la música
sin un solo bocado.

Amanece una noche en la plástica del fuego.
Qué lenta discurre la hojarasca
cuando no hay recuerdos que zurcir
a un ojo desportillado.

Tu grito es más largo que una membrana
de murciélago y retumba en la tormenta.
Así me atemoriza.

La luz me mira de soslayo
con su silbido de franela
y un furor desatinado.
A veces imagino que esa luz
tan persistente
es un diente de leche
clavado en la encía del sol.

Todas las aves
saben que la felicidad es siempre
una estación de paso
o un vado entre dos ríos.

–un puente de vocales,
una primavera de pavesas–

La nieve se derrite bajo mis pies
como ese sol que muere entre tus manos.
Un bebé ahogado,
una sinfonía del dolor,
un lamento prolongado.
La honestidad de la herida.

¿Qué sombra despedazó mi nuez?
¿Qué sombrero atenuó la espera de una hoja
desgajada de su tallo?

De tu boca de aljibe
mana un ciclamen de besos
y caricias sin remiendo,
miríadas de estrellas disecadas,
el jinete clandestino de la muerte
y el susurro del juncal.

–la fertilidad de los ojos que arrinconan el miedo
en un pliegue de sueño–

Si todo fue ya escrito,
dime ¿cómo acuden a mí nuevas palabras?
Te he puesto tantos nombres
que me he olvidado de llamarte
–pero yo sé que te llamas Amor–

Dibujaba en un banco junto al mar
mares de otros mundos
de un azul celeste, impecable,
y cielos dragados sin nubes
esperando quién sabe qué corsario.
Luego arrancaba las hojas del cuaderno
y las hacía girar en el viento,
como peonzas.

Sus dedos olían a mañana
y a mandarina y me acariciaban el lóbulo
de la oreja como si quisieran pedirme un deseo
o regalarme una moneda.

Y mi boca era para ella una fuente mágica.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 7 de junio de 2012












el dolor es un viaje en solitario
al corazón de las tinieblas


el rocío tiembla en tus pestañas como un pájaro de nieve
al amanecer

¿dices lágrimas?
       ventisqueros son los ojos

imagina la soledad de un verso sin contexto
                                                       desubicado
         perdido en un suburbio de chinchetas
luna oculta
         embreada de aceite y sal

las ciudades de las letras
égloga    ágape
        onzas de neón y leotardos

mi corazón      emparedado
           jaula vacía       ergástulo y celda abarrotada
el silencio de los pájaros
            que han dejado de cantar

y tú
       la carrera de una media
uña postiza            manicura exonerada
     lluvia que siempre cae de lado
             la huella esponjosa del carmín

duele percutir en la piel y no hallar eco

la piel es la certeza de dos cuerpos
unidos por un mismo azar

el surco del instante que siempre otorga

la quise más que a nadie y nunca la toqué

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.



lunes, 4 de junio de 2012











Muchas veces, cuando miro a una persona, me pregunto qué clase de niño fue o qué infancia tuvo, si fue querido o si, por el contrario, sufrió algún trauma (del griego τραῦμα, herida), si creció feliz o si tuvo que enfrentarse demasiado pronto a las adversidades. Lo que fuimos es lo que somos, y también lo que seremos. Para lo bueno, pero sobre todo para lo malo, el pasado determina lo que está por venir, y marca a fuego nuestro carácter. El niño tímido e introvertido que se quedaba a solas dibujando en su pupitre mientras los demás niños jugaban a la pelota en el recreo, será, con toda probabilidad, un adulto creativo y solitario, con aptitudes artísticas y escasas habilidades sociales. Es difícil, por no decir imposible, sobresalir en todo, y nuestras fortalezas son también nuestras debilidades –y nada debilita más que el halago de nuestras debilidades–. El pasado es pesado, tan pesado como el yugo que unce los bueyes, y no hay hecho que no depare consecuencias. Algunas tienen un efecto inmediato, pero la gran mayoría aflora a la superficie mucho tiempo después de haberse producido, como pequeños seísmos u ondas que se arremolinan en el agua acompañando a los saltos de un canto rodado –epostracismo–. Somos bolas de un péndulo que chocan entre sí, de la primera a la última, haciendo oscilar la inmovilidad del universo, su estática y fría melodía. En no pocas ocasiones, estas consecuencias se manifiestan de la forma más insospechada, y es por ello que a menudo se confunden las causas y las consecuencias, como si no quedara nítida la línea temporal ni las coordenadas espacio tiempo. Y sin embargo, un mínimo cambio, como desplazar una letra de lugar, altera el significado completo de la oración –la vida es una oración intransitiva–. No hay casualidad, sino causalidad. Estímulo, respuesta. Bofetada en la cara, mejilla dolorida. Todo tiene un porqué, todo ocurre por una razón, por fútil y banal que ésta sea –¿y qué razón tiene más de vana que la misma vida, a la que sólo la muerte otorga sentido?–. Soy porque estoy. Muero porque vivo. Sólo la maldad es tan banal como la vida, pero incluso ésta tiene un fin práctico, una teleología de la inmoralidad o una ontología inmoral presente ya en los niños, pues el impulso natural del niño es la destrucción egoísta de los bienes ajenos –si yo no puedo disfrutar de ellos, que nadie los disfrute–, un narcisismo exacerbado y un acusado sentido de la propiedad. Desde que despertó a la inteligencia, el hombre se ha afanado por ordenar la aleatoriedad del caos con meticulosidad matemática, de escanciador de estrellas. Pero la realidad, como el universo, aunque dúctil, también es opaca.

No es tarea fácil, pues, indagar en el origen de un trastorno o de una perturbación –la locura es una vibración sutil en el aire, un molinete o ruido blanco–, como tampoco lo es detectar una enfermedad en sus primeros síntomas. Somos tan inconscientes de los sentimientos que bullen en el estrato más profundo de nuestro Yo que es casi un milagro encontrar a alguien que sepa lo que quiere y que sea consecuente con sus actos y pensamientos. Nos creemos seres racionales, cuando en realidad casi todo lo que hacemos es irreflexivo, cuando no cabalmente ilógico; y no es infrecuente que en alguno de estos movimientos impetuosos, espasmódicos, de cola de reptil, atentemos contra nuestros propios intereses, como un barbero que se rebana el gaznate tras un mal afeitado y, sin quererlo, a ojos de los demás pasa por suicida. Cuántas veces la torpeza fue tenida por maldad. Así pues, las más de las veces actuamos por instinto, inconscientemente, a la manera de autómatas, pero si al menos ese instinto fuese bueno…

En verdad, las leyes del pasado son inexorables. Tanto como la genética. De hecho, hay una genética del tiempo que escribe, con mejor caligrafía que la sangre, nuestro ADN. Las cicatrices del tiempo son más evidentes si cabe que las de la piel, aunque no estén a simple vista, y es que las heridas internas nunca curan y nunca dejan de sangrar. ¿Cómo restañar o cauterizar una herida si no sabes o no puedes localizar el dolor –la etimología del dolor–? Visto así, la cara es un mapa de nuestra buena o mala estrella. Cada arruga, cada impureza representa una vicisitud o una preocupación de la que no nos hemos librado y de la que jamás nos libraremos. La tacha está ahí para recordárnoslo, como las manos ensangrentadas de lady Macbeth.

Empero, no importa el tiempo transcurrido ni los avatares padecidos que siempre reconoceremos un rostro de nuestra niñez como si fuera nuestro propio rostro, o quizá mejor, porque mirarse al espejo deforma la realidad, la cubre de una pátina brillante que difumina los trazos originales hasta hacerlos casi irreconocibles.

La infancia debería ser inviolable, el reino de lo efímero hecho eterno, pero lo cierto es que la infancia es cada vez más breve y más adulta, y tiene más de siniestra que de inocente. Como todo lo que madura antes de tiempo, está podrida.

El tiempo es ese bufón al que nadie ha logrado todavía hacer reír, la carta marcada que siempre nos llevamos a la mano cuando queremos hacer trampas.

La vida es un deseo insatisfecho, una larga erección que nunca llega al orgasmo. Y como el priapismo, duele, así que a veces se hace necesario amputar el miembro tumefacto, castrar la raíz de todo deseo.

Eso pensé cuando la conocí. Traté de imaginarme cómo había sido su niñez –sabía de buena tinta que no había sido feliz, que sintió desde su más tierna infancia el rechazo, y que a pesar del amor abnegado de sus abuelos siempre se vio a sí misma como una huérfana–, y deseé con toda mi alma haber estado a su lado para acompañarla, para mitigar en lo posible esa soledad y esa tristeza que, tiempo después, y ya convertida en mujer y poeta –aunque poeta lo fue siempre, aun antes de escribir poesía–, haría de ella su voz y su emblema. Fatídico emblema.

La poesía encuentra su refugio natural en la melancolía –humor negro–. Es musgo que se adhiere a la roca y crece en zonas húmedas y umbrías, pobladas de sombras, y gotea sangre como el colmillo insaciable de un vampiro. La poesía aún no ha salvado ninguna vida, pero ha condenado muchas almas.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.