Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

miércoles, 30 de junio de 2010


¿Cómo escribir un silencio en el linde de la palabra?

El silencio se escribe sin palabras,
se pronuncia sin lengua, se murmura sin dientes. Se atraganta.
El silencio no hace eco a la palabra.
El silencio se pierde en la asonancia del vacío, en un caligrama de espinas,
en la afonía del sonido, en la profundidad de la garganta.
Pero tu silencio me escribe versos donde no hay letras ni palabras
y me llama con un acento de nostalgia.
Tu silencio tiene el sonido de las lágrimas
cuando las lágrimas a duelo rebatan.

Tu voz es mi silencio;
tu silencio, mi palabra.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 23 de junio de 2010

Silencio

lunes, 21 de junio de 2010




... y la sal se refugió en el exilio de una lágrima.

Podemos gritar porque conocemos la música del dolor, su amplitud de onda, su frecuencia sonora, su cálida radiación. El dolor es el único lenguaje universal, la más universal de las músicas, el único instrumento que todos sabemos tocar, el verdadero canto del hombre en soledad. El dolor, primer y gutural sonido que despertó al mundo cuando el mundo aún dormía con la cabeza bajo el agua. El dolor, relámpago esplendente que tiñe el cielo de sangre, trueno que retumba en la gruta de la voz. Aprendimos a gritar antes que a hablar. El hombre vino al mundo con un grito, y con un grito lo abandonó.

Dicen que cuando el bebé nace un grito es buena señal, señal de que el bebé respira. De que está sano. Eso dicen. Pero lo que no saben o no quieren decir es que el bebé grita porque empieza a morir.

... como una manzana arrancada a edad temprana del árbol. Polvo y cenizas, abono para la fértil tierra de los sueños.

Nacemos llorando, y sin embargo, ¿quién nos enseñó a llorar? Ya sabíamos llorar antes de nacer. Cuando éramos fetos y nadábamos en el líquido amniótico ya éramos sensibles al dolor, pero en la placenta estábamos a salvo de los peligros que nos acechan en el exterior. ¿Nacer es algo necesariamente bueno? Despojémonos de prejuicios e ideas preconcebidas. Alumbrar es un bonito eufemismo, porque elimina la idea de dolor. Se dice que la Virgen María alumbró al niño Jesús tras recibir la Anunciación del arcángel Gabriel (Fra Angélico lo representa como un chorro de luz). La luz no puede hacer daño. La luz es dadivosa, dadora de vida, como el Sol. Pero el parto es sangriento y doloroso. Duele a la madre que sufre las contracciones del parto y duele al bebé que es expulsado de su protectora oscuridad (sí, lo más parecido al Paraíso es la oscuridad). Engendrar, concebir, ya sea un hijo carnal o un hijo espiritual –una idea, una obra, belleza en sí– es un acto en extremo doloroso, porque implica arrancar una parte de nuestro ser para traerlo al mundo como entidad autónoma e independiente, separada de nosotros, su creador. Venir al mundo es traumático, aunque por suerte, nadie conserva ese recuerdo, como nadie recuerda cuando le salieron los dientes. La Naturaleza hace muy bien su trabajo. Elimina sus huellas del lugar del crimen. Sí, la vida es un crimen perfecto. La vida, ¿milagro o maldición?

... y contemplo la defección del sol al restallar la luz en la ventana, como un prisma en celosía, radial y estroboscópico. Y crepita la hojarasca en mi palacio de otoño, desvencijado de pájaros y primaveras.

¿Alguna vez te has preguntado por qué empezamos a contar nuestros años desde el momento en que somos arrojados del útero y no nueve meses antes, que es cuando en sentido estricto nacemos? No es porque entonces seamos un individuo completo, ni porque despertemos del sueño a la consciencia. No. Es simplemente porque la vida es una cuenta regresiva, y la edad, nuestro temporizador –cómo no sentirse identificado con los atribulados replicantes de Blade Runner: “todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”–. Cuando cumplimos un año, restamos un año a nuestro tiempo vital. Si supiéramos cuántos años íbamos a vivir, contaríamos hacia atrás, y si alguien nos preguntara “¿Cuántos años tienes?”, le responderíamos “Menos 30”. La visión de los cumpleaños cambiaría sustancialmente bajo esta perspectiva, ¿no crees? Sólo un loco lo celebraría. La vida se mediría como esos reproductores de música que te permiten ver el tiempo transcurrido y el tiempo restante. Seríamos como una canción que se escucha de un tirón, sin pausa ni repetición.

... la balada solitaria de un mendigo.

Si fuéramos inmortales, ¿crees que existiría el tiempo? ¿Crees de verdad que contaríamos nuestros años? Dime, ¿alguna vez te lo has planteado? Porque yo sí.

... y el tiempo arruga el papiro de la vida, y con nuestras lágrimas vamos cavando la tumba de Dios. Aquí, en el vientre de la ballena, palpitamos como el sordo lamento de las olas cuando el mar teje la mortaja de las flores.

Llorar es innato. Está en nuestro código genético. Es simple instinto de supervivencia. Gritamos para reclamar la atención de la madre y pedirle alimento. También gritamos para exorcizar el miedo al silencio, que nos acerca peligrosamente al abismo y nos confronta con nuestro peor enemigo, el Gran Censor: la conciencia. Gritamos y lloramos cuando nacemos, y gritamos y lloramos cuando morimos. Primero porque no queremos venir, y después, cuando ya estamos dentro, porque no queremos irnos. ¿No es gracioso? Nos aferramos con uñas y dientes a lo único conocido, aunque sea malo, por miedo a que no haya nada mejor. ¿Cómo no vivir con miedo si la única seguridad que tenemos en esta vida es que vamos a morir? Pero en el fondo no hay diferencia. Es el mismo pataleo. Al nacer y al morir somos criaturas patéticas, indefensas. Eterno retorno de lo idéntico. Fin del ciclo.

... Sara, tu nombre no está hecho para el llanto. Tu nombre es la piedra que hace ondas en la letanía del agua cuando el agua ahoga mis sueños.

Cuando haya desaparecido el último hombre de la tierra, aún quedará un piano con música en su cola, pero sin manos que la hagan sonar. La música dormirá en sus teclas, como el último sueño de tus ojos. Dormirá un sueño latente, en espera de un sonido que la despierte, un sonido que nunca sonará. Sin vida, la vida será como un preludio de muerte, la obertura de una ópera muda, el 4'33'' de John Cage. Una partitura silenciosa, sin arpegios, sin notas. Nada pasa donde no hay ojos que vean ni oídos que oigan. Donde no hay testigos, no hay sucesos. Es la evidencia del vacío.

... y duermo con los pies fuera de la manta, y duermo con la mitología de la lluvia en la mirada. Ayúdame a descomponer la taxonomía de las nubes en lontananza.

¿Qué hacer si la fascinación del mal te tienta y te atrapa? Arrancarte el corazón, sacarte los ojos... Se admiten sugerencias.

No hay más muerte que tu falta de vida, y no habrá vida en mis ojos si tus ojos no me miran. Sin tus besos, mis labios son una orquesta sin música, una muda sinfonía.

... y el silencio se hizo eterno en la ciudad de la alegría.
A tu muerte, Año 0, fundación del imperio del fuego.


Con voz queda te susurro al oído: Despierta. Es un nuevo día.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 19 de junio de 2010


He mamado de las ubres de la poesía en esta noche preñada de estrellas
y siento que podría crear el universo en la aliteración de tus alas de libélula,
pero hoy no te sorprenderé con el subterfugio de un hipérbaton
ni con retóricas figuras.
Hoy sólo quiero besar esos labios de piedra donde nunca lloveré.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 17 de junio de 2010


Abres los ojos a la muerte como una enciclopedia de nostalgia,
y yo busco entre tus páginas la definición de tristeza:

tristeza.
(Del lat. tristitĭa).

1. f. Cualidad de triste.

2. f. Mi vida sin ti.


Arrojé al mar todos mis poemas para que la tempestad bramara una canción.

Ya no esquivaré el filo de tu espada con el efugio de una lágrima.
Ya no me ocultaré de tu sonrisa en la sombra de un girasol.

No importa quién la cuente ni cómo.
Esta historia siempre termina con el entierro de una rosa en el jardín.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 15 de junio de 2010


Me despierto con el murmullo de tu piel en la mañana,
con la amenaza de tus labios en la nuca
y el raso bostezo de las sábanas,
y la ansiedad de los pies que, de la mano, quieren juntos caminar.

Aún dormido, ojeroso y somnoliento,
te pronuncio con caricias que desafían la climatología adversa del sueño
como una borrasca de flores y versos.

Pero pronto me nublo en la agonía del instante,
en lo efímero del suspiro,
en la clepsidra del tiempo que llueve cenital.
Y pienso que traes los pies mojados de estrellas,
un tintineo de lluvia en los cabellos
y un hilo suelto en el foulard.

Tiro del hilo,
lo ovillo en mis manos como si fuera tu pelo,
pero cuando devano el sedal de tu tristeza,
no estás tú en el otro extremo.

Y entonces me siento tan indefenso como un gato enmarañado en una madeja de recuerdos.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 13 de junio de 2010


En la serranía de nuestras bocas
cada beso arde como un bosque incendiado,
los cabellos danzan en un aquelarre de fuegos,
los dedos corretean por la espalda como liebres asustadas
y los muslos, avivados por la salina savia, crepitan orgasmos.

El placer nos devuelve al polvo primigenio
–atávica remanencia de agua, branquias y lodo–,
nos desintegra como cenizas de una nube volcánica,
nos zarandea en una combustión de gritos y espasmos,
y cuando, al fundirse nuestros cuerpos en un crisol de orgasmos,
ingrávidos flotamos en la cálida brisa que exhala la boca crispada de fuego,
nuestra piel se inflama en la pirólisis del beso
como dos amantes que se inmolan en una pira funeraria.

Y mientras, las estrellas polinizan de luz
–frío esperma de faro roto, que no calienta la noche–
el algente universo,
y palidecen de envidia
con el estallido de nuestras lenguas
en la supernova del beso.

Soy como una barca en el río que serpentea tus labios,
y quiero ahogarme en la corriente de tus aguas
para recibir tu bautismo de fe.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 11 de junio de 2010


Cuando mató a su tristeza, él murió con ella. Fue como arrancarse el corazón. Un suicidio necesario. Y es que aquello que le daba la vida, también se la quitaba. Era como el respirar. Aunque el aire nos insufla vida, también nos la arrebata, como un veneno de efecto lento y retardado, mas mortífero. Parte en dos una manzana y verás cómo pronto las dos mitades se empiezan a oxidar.

No hay peor dolor que el que no se puede localizar, porque se te ha metido tan adentro que ya forma parte de ti, de tu organismo, y matarlo sería como matarte. ¿Cómo luchar contra un enemigo invisible, cuando además ese enemigo eres tú? Aunque parezca imaginario, ese dolor es tan real como impalpable. No importa que nadie más pueda verlo. A menudo las peores enfermedades son endógenas y no dejan una marca visible en el exterior que las haga reconocibles. Es su manera de aislarte. La tristeza tiene su propia metástasis. Es discreta y corroe como la gota de agua la madera. Sólo al final, cuando no hay punto de retorno, se abre un agujero y cae todo dentro. A la nada. A un vacío insondable.

La tristeza se nos adhiere como una segunda piel y debajo de la piel sólo hay sangre y huesos rotos.

No hay poeta que no conozca la tristeza, ni tristeza que no tenga algo de poética. Sí, definitivamente, la poesía se alimenta de la tristeza. Tú lo sabes mejor que nadie, ¿verdad?

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 8 de junio de 2010





Porque fuiste mi fuente y me arrodillé a beber en el crepúsculo de tus pies.
Nada es olvido’, Sara Álvarez


Se cuenta que cuando ella murió, él maldijo la poesía. Aquella poesía que habían convertido en su credo les traicionó. Aquella poesía que habían abrazado con tierna nostalgia les apuñaló. Tiempo después de su partida, aún seguían manando borbotones de sangre caliente de su pecho, como una fuente de púrpura ausencia. Él siempre había creído que la poesía era un bálsamo para el alma, un ungüento mágico capaz de bizmar cualquier herida, por profundo que fuera el corte, contumaz el golpe o penetrante la incisión, pero la poesía se demostró un remedio ineficaz para curar la enfermedad de su espíritu.

Noche tras noche le cantó versos al pie del crepúsculo, mientras las olas silabeaban espuma en la boca de los acantilados, y aunque ella le sonreía, reconfortada, él lloraba al ver cómo su música no lograba agitar aquellas trémulas alas de libélula, que apenas sí titilaban al compás cadencioso de sus labios. Sin embargo, para no perturbar su sosiego, le ocultaba las lágrimas limpiándolas con el envés de la mano, y de aquellas lágrimas rodadas se engalanaba el cielo de estrellas, lívidas como un lecho de lirios.

Poco después, cuando a las pálidas mejillas de las nubes asomaba el rubor de la tarde y el cielo aún sorbía los postreros rayos de sol en un brindis de labios –la luna bailaba como una odalisca en el harén del ocaso–, el último pétalo de su flor de agua se desprendió del fino tallo que aún la asía a la vida, voló como una traslúcida gota de rocío por la cara empañada de la niebla y se fundió con el fondo marino, convertido en arrecife de coral.

Desde aquel momento él apostató de la poesía, y el silencio violó el cáliz de sus labios. La noche retumbó como una estrella muerta que se desploma en el espejo del agua, la luna rechinó amargas lágrimas, cortantes como el cristal, se oyó un terrible estruendo, como cuando una ráfaga de viento cierra de golpe la tapa de un piano, y el chirrido de una cuerda rota vibró durante segundos, o tal vez años, en la caja de resonancia de la soledad. Su voz se astilló en una sinfonía inacabada de sílabas mudas, para a continuación sumirse en la afonía de la noche como un pesado leviatán. El aire gimió asmático tras esnifar la tinta de sus poemas, y en aquel laberinto de vocales su lengua chasqueó sin pulso. Después de aquello, tan sólo un débil y ahogado suspiro, como el aleteo de una mariposa en el filo de una espada o el estertor de un verso declamado en la fría punta de un iceberg.

Por mucho tiempo –el tiempo que duró su largo cautiverio en la angosta celda del odio, donde fue atado a los grilletes de la soledad– fue rehén del silencio. El árbol de su ingenio se agostó en calinosas noches de insomnio. Lágrimas negras brotaron de sus ramas como vástagos de una primavera tardía, segada en el pináculo de la inocencia. Amordazada la palabra, la poesía enmudeció su canto tras los barrotes de aquella ominosa jaula de silencio. Sólo una letra emplumada traspasó, incólume, el umbral de la tristeza, como la página arrancada de una partitura que libera una música de viento.

Sin embargo, cada mañana al despuntar el alba, se acercaba a la orilla como cualquier otro animal del bosque sediento de luz, hacía un cuenco con sus manos de barca y se humedecía los labios en el feraz manantial de sus besos. En otras ocasiones paseaba descalzo por la playa, mientras el reflujo de la marea acariciaba sus pies cansados, y cuando avistaba una caracola en la arena, se la llevaba al corazón para oír el eco de su voz. Invariablemente, ella siempre le decía, con acento nacarado: "Te quiero. Busca en mí tu poesía". Y entonces un pájaro aleteaba, tembloroso e inexperto, en el nido de sus ojos, aferrándose a la lágrima por miedo a volar.

Años más tarde, cuando ya casi se había olvidado de ella, la poesía volvió a él como un perro abandonado que encuentra a su amo, y él no pudo evitar acariciarla y dejarse lamer por su áspera lengua de ternura.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 5 de junio de 2010


A estas horas la noche es un pájaro azul.
Pere Gimferrer

Mirarte es como contemplar aquella puesta de sol de nuestra infancia,
cuando los últimos rayos del véspero declinaban nubes violáceas
en el claustro de la tristeza.

Era entonces cuando, al socaire de la noche ciega e inminente,
la luz ambarina del sol rasgaba el plectro de la inocencia
como un coro de ángeles.

El mar calmo segregaba arpegios de plata
en el violín creciente de la luna, encinta de versos,
y el día agonizaba en la desinencia de una lágrima.

Nuestro amor es una fuga en el tiempo,
una brecha en el dique de la nostalgia.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 3 de junio de 2010




Cuando era niño pensaba que todas las casas tenían en sus paredes unas puertas diminutas que comunicaban con las madrigueras de los ratones, y que si la mía no tenía era por la sencilla razón de que aquí el diseño de interiores era distinto de lo que veía en los dibujos animados. En mi imaginación infantil, excitada de cuentos y fantasías, los roedores eran seres astutos y cleptómanos que aprovechaban cualquier descuido del hombre para robarle sus pertenencias. Satisfechos del hurto cometido, cargaban con su botín por galerías angostas y subterráneas, donde las apilaban en montoneras y las custodiaban con el celo de un dragón que dormita en su guarida con un ojo entornado, arrojando humeantes vapores por los ollares. Siempre imaginé que en aquellos estrechos cubículos habría cientos de tesoros escondidos: un hilo de lana, un botón, un diente de leche, una moneda antigua..., y que metiendo la mano podría sacar alguno de aquellos valiosos objetos. ¡Oh, bendita niñez, para la que la tapa de una lata de refresco tiene el mismo valor que un anillo de oro y diamantes! No pocas veces pinté con tiza una puerta y me quedé esperando oculto tras la cortina, sentado y abrazado a mis rodillas, inmóvil como el retrato en sepia de un antepasado, pero nunca entró ni salió ningún ratón de aquella puerta adventicia. Sólo pasaron las horas mientras declinaba el sol en las estuosas noches veraniegas.

En mi infancia también solía grabar corazones con una navaja en la corteza de los árboles, pero pronto aprendí que los árboles ya tenían corazón porque echaban sus raíces en la tierra. Desde entonces no volví a hacer cortes en la madera, y siempre que necesitaba del calor de un abrazo me abrazaba a ellos, aun cuando mis brazos eran demasiado cortos como para rodear completamente su tronco. En uno de mis paseos por el bosque me topé con un árbol que había sido alcanzado por un rayo. Estaba denegrido y tronchado. Entré en su negra oquedad y me acurruqué en el suelo. Luego cerré los ojos y deseé con todas mis fuerzas que al abrirlos el árbol recuperara el esplendor de su follaje con la savia rejuvenecedora del sueño. Pero cuando abrí los ojos el árbol seguía igual de mustio y yerto, y yo un poco más triste y menos niño.

Ahora que soy adulto ya no pinto puertas con una tiza ni grabo corazones con la navaja; ahora tatúo tu nombre en cada centímetro de mi piel con la tinta indeleble del recuerdo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 1 de junio de 2010


Se contonea el sueño, perezoso, entre los pliegues de las sábanas
como si la noche escondiera, bajo el misterio de la piel,
la picadura de una araña.

Te despiertas hambrienta de cintura,
me abrazas por la espalda y vienes a por besos,
asesinas al centinela de mi sueño
con la sonata de tus labios,
abres la alacena de mi boca con dedos sonrosados
y vuelan mariposas por la alcarria de mi pecho.

Eres mi opiáceo
–lo sabes–,
y yo tu lotófago de besos.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.