Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

martes, 30 de marzo de 2010


Algo está desordenado en mi cabeza,
como la esquina doblada de una alfombra que el torpe pie arrastra
o la cremallera abierta de un cojín tirado en el sofá.

Hice un torniquete a mi tristeza para que dejara de sangrar,
pero la sangre era su alimento y me pedía más y más.

Con un tajo de luz cegué el ojo neblinoso de la noche
que se erigía sobre tu inviolable silencio
como una estatua de iniquidad.

Me miras con el miedo abuhardillado en los ojos,
y yo me achico en soledad.

No hay arúspice o nigromante capaz de interpretar el presagio funesto del sol
en el reverbero del agua que hierve,
la vivisección de los relojes que encarcelaron el tiempo
o la anatomía de un sueño.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 28 de marzo de 2010


Nos conocimos en la serendipia del verso,
cuando la poesía era el acantilado donde rompían las lágrimas
de las sirenas que perdieron la magia de su voz.

El mar riela como papel de plata cuando la luna argenta sus aguas
y las nubes de celofán encrespan las velas del barco que soplan mis labios
por el caudaloso estuario de tu boca.

Alguien plantó un guisante mágico en mi despoblado corazón,
y desde entonces cada mañana brota de mi pecho una enredadera que trepa hasta el lábaro del sol.

Tu imagen flamea en el estuoso lago de mi memoria
con la undosa fidelidad del agua que captura el reflejo cristalino del astro
en su cenit.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 26 de marzo de 2010


Me miras con el ojo enmarcado en la pluma ocelada de un pavo real
que despliega el abanico de sus encantos y seduce la mirada
con el fastuoso cromatismo de sus alas,
y yo tiemblo como el rocío en la mañana
con ese ritual de abeja que poliniza la flor
en el cortejo del néctar que precede al aguijón,
y vistiéndome los labios de silencio,
creo morirme sin biombo que oculte mi rubor,
como el quedo suspiro de la mariposa que el sol atrapó en su tupida red de fuego,
desintegrándola en infinitas partículas de luz.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 24 de marzo de 2010


Tienes la salinidad del mar en la mirada,
un rompeolas de tristezas en tu boca de amapola,
y cuando te observo, asomado al saledizo de la memoria,
el balcón de tus pestañas se engalana
como un florido pensil.

Corre una lágrima apócrifa por la mejilla iridiscente de la luna,
y el rocío de las flores se mimetiza con el calostro espurio de la noche.

La memoria es una retráctil y viscosa lengua de camaleón,
una paloma blanca que agoniza en un columbario de cuervos.
Somos como hormigas afanosas en el aguijón de un alacrán.

Una veta de luz trasciende la mosquitera del sueño con una violenta ráfaga de nieve.
Tu espíritu palpita en la tenue llama de ese farolillo rojo que cruza, alumbrándola,
la oscura orilla del río.

La niebla de tus ojos es el pálpito otoñal
cuando el bosque crepuscular suspira a la hoguera un manojo de ramas secas.

Regocijada por la risa pícara de las hadas,
te columpias en el esplín de las libélulas.

Del néctar de tu boca
vuelan vaporosas mariposas aventadas
por el polen fosforescente del sueño.

No puedo demorar por más tiempo el aullido impostergable de la luna,
ni el sacrificio primaveral de los pájaros de nieve
o su perentoria necesidad de sangre joven.

Tu piel es una serpiente de fuego en la que yo, lo confieso, con placer me enrosco y me quemo.

Juntaré las teselas de mi amor en tu vientre de nube
para componer un mosaico de luciérnagas,
y vibrarás como un xilófono en la nave de una iglesia.

Fuimos sombras fugitivas a la lumbre del beso.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 21 de marzo de 2010


En la penumbra de una buhardilla, un rayo de luna, tan huérfano como cualquiera de los trastos allí abandonados, bailaba en círculos alrededor de la pluma de un deslustrado morrión.

El rayo se sentía tan solo en la oscuridad, tan triste y desamparado, que buscaba la compañía de un objeto al que, en el delirio de su fantasía, quería animar. Tal era su ingenuidad; tal era su ilusión.

Al principio nada se movía en la quietud embalsamada de la noche. El silencio era un espejo roto, mate. Los bargueños dormían un sueño de siglos recubiertos por una espesa capa de polvo, y los postigos de las ventanas permanecían cerrados al mundo exterior por herrumbrosas fallebas. Sólo aquel ceniciento rayo de luna, que penetraba por el orificio de un cristal sucio y mohoso, horadaba la impenetrable oscuridad con su trémulo parpadeo.

Aquélla era la única perturbación en el ambiente estanco de la buhardilla, y sin embargo, al poco tiempo, tímidamente y de manera casi imperceptible, pero cada vez con más viveza, como quien despierta de un sueño profundo o de un prolongado letargo, la pluma comenzó a blandirse. No había en el angosto cuarto de paredes desconchadas viento o brisa que la agitase, pero las barbillas tremolaban débilmente en el claro de luna, erizándose en una improvisada coreografía, garabateando en el aire una discontinua sucesión de filigranas y arabescos. A impulsos de una renovada energía, curvando el cálamo, la pluma se contoneaba y ondeaba con creciente vigor y excitación, tal que parecía el estandarte más colorido en el penacho de un ave de exótico plumaje. Era como si se aprestara a volar o como si quisiera escribir un verso en la serpentina cinta de luz que caía al sesgo con la caligrafía argentina de la luna. Al mismo tiempo, y lo que quizá fuera aún más sorprendente, el antiguo casco de bronce repujado –que tal vez en otro tiempo había protegido la cabeza de un bizarro conquistador español del dardo envenenado de un indígena–, relampagueó súbitamente en la oscuridad como metal bruñido y esplendente, y acompañando a la pluma danzarina, se puso a gorjear, con un canto sonoroso que iluminó hasta el rincón más umbrío de la estancia, donde una araña tejía laboriosamente la mortaja del tiempo.

El rayo de luna y la pluma se amaron entre las sombras delusorias del desván, mientras la ciudad dormía, ignorante del milagro que se obraba cada noche en aquel trastero. El hechizo duraba hasta el amanecer, cuando, con los primeros rayos de sol, se disipaban los últimos vestigios del sueño.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 19 de marzo de 2010


Tiré del lazo de la noche,
y su misterio cayó a mis pies como un batín de seda,
develando una piel tan tersa y nacarada
como la llama que en mis manos tiembla
y riela.

Cerré los ojos para no mancillar su pudor
de doncella virgen, sin tacha,
y rodeando el peristilo de fuego que circundaba sus pestañas
descorrí, con ademán pausado y vaporoso, cual fantasma,
los velos que ocultaban sus finos rasgos de alabastro
del buido cincel de mi mirada.

Cuando estuve tan cerca que casi pude oír
su alígero palpitar de alondra
derribada por la piedra
y tocar su vida ausente con el tibio fuego de mis yemas,
la estreché en mi pecho
estremeciéndome
del frío roce a mármol de Carrara,
y bajando la cabeza, besé sus hombros desnudos
con aliento lapidario.

Y la noche entera se abrió como un crisantemo
al soplo venturoso de mis labios,
y bebí de su cáliz
como quien bebe del pasado.

El amor es una gaviota que vuela al sur de la tristeza
por mares azulados.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 17 de marzo de 2010


pero no te importe, no, da igual cómo te llame.
(Desnudo, Amor, Musgo, Ave)
'Te llamaré Desnudez', Sara Álvarez


Acuclillado en la pupila de la noche,
observo el baile de las estrellas.
Algunas son fugaces,
como el rumor de la falda que oscila
al vaivén de las caderas;
otras, supernovas, explotan en la oscuridad
como un lunar postizo en la comisura de la boca
que se desprende dejando la sombra albina de una estela.
Todas lucen hermosas vestimentas,
con volantes, drapeados y lentejuelas,
brazaletes de diamantes
y aretes de perlas,
pero de entre todas las beldades que iluminan nuestra esfera
con su donaire y prestancia etéreas,
tú eres sin duda la más bella.
Ninguna resplandece tanto,
ninguna refulge con tanta grandeza.

Me sonríes con el vuelo peregrino de una lágrima,
y en tu ceja se enarca la imponderable compostura del viento.

Aún conservo en mi boca la sal de tus labios,
tu aliento calinoso, como vapor de agua que asciende por la médula,
y ese último beso biselado que inyectó en sangre mis pulmones.

He aprendido a re(su)citar de memoria cada uno de tus nombres:
libélula, mariposa, hada, falena.
Da igual cómo te llame; tú siempre me respondes
con la palabra correcta.

En todos vuelas,
en todos eres música
y en todos te sabes poesía,
como una canción que nunca acaba,
como una eterna melodía.

Cuando paseo por la playa a la luz postrera del ocaso
oigo tu nombre en cada concha nacarada que barre la marea,
te veo en cada ostra que esconde celosamente una perla,
y al mirar al firmamento, leo tus iniciales en cada constelación de estrellas.
Cada destello en la noche ilumina una letra de tu nombre,
como un rótulo de neón: Sara, siempre Sara.

Nunca querré tanto otro nombre.
Nunca lo pronunciaré sin tristeza.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 15 de marzo de 2010


Hoy la luna riela sangre
en el espejo cóncavo del agua,
mientras la muerte perfuma de acíbar
los pétalos rojos de la noche.

Las arañas tintinan en el techo
una letanía de cristales
y sus reflejos irisan mi cara
de luces y sombras.

Un aroma a decadencia envisca el polen de las flores.
Los insectos zumban con el calor asfixiante del desierto.
No hay vida en este avispero de recuerdos.

Abro la boca,
quiero decirte algo,
como que te amo y que sin ti me muero,
pero no sé hacerlo, no puedo.

Un nudo de tristeza atora las sílabas en mi garganta.

La eternidad se escribe en los cálidos colores de una mariposa
que aletea intrépida en la tormenta de mis sueños.

Me siento impuro,
con el alma negra, encharcada,
como un albañal que sangra miasma.

¿Cuándo fue que perdí mis alas?
¿En qué momento dejé de volar por los penachos de tu horizonte
para hundirme en la brea de este mar salobre?

Sólo tú podrías depurar mis aguas estancadas
con el remanso de tus manos.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 12 de marzo de 2010


Tu voz es el coraje ardiente
que germina en esquejes de esperanza

'Muero de tu voz', Sara Álvarez


La historia no está escrita.

Me dueles como un corte en el dedo al pasar de página.
La sangre pinta de rojo los sedientos labios del papel que absorbe
cada letra de dolor y vampiriza mis recuerdos con hermenéutica pasión
mientras las yemas se entintan de lodo.

Desciendes por mi piel como un alud de tristeza
que soterra los níveos prados de estrellas.
Se me cierran los ojos
con la algente caricia de la nieve en los párpados.
Quiero dormir, pero no duermo.

Desde que te fuiste,
me siento atado al corazón umbilical de la noche.
Cuando cae el sol, renazco empapado en su placenta de silencio
y palpito en cada ventrículo de oscuridad
con el cartílago mucilaginoso,
los ojos cosidos por hilos de plata que teje la luna en su huso de hueso
y unas alas membranosas tan luengas y negras como la muerte.

En tu ombligo desaguo mis lágrimas las noches de lluvia,
cuando la soledad tirita en mi ventana
y acristala escarcha sobre la repisa
mientras espera a que le abra la puerta,
pero nunca golpea la aldaba
y yo no oigo su llamada.

Y entretanto, miro al cielo, y el cielo es más tuyo que nuestro.

Este silencio ominoso me tapona los oídos,
y tiemblo como la glauca mirada del agua
cuando una piedra salta haciendo ondas
hasta morir desterrada en la otra orilla.

No he dejado de buscarte en el mapa de estrellas de mis sueños,
y aunque aún confío en que la luz de tu Faro agujeree esta nube de confusos sentimientos,
debo confesarte que en la bruma me pierdo.

Soy como el árbol ciego que un día soñó con alcanzar el cielo,
pero que poco a poco fue deshojándose del tupido follaje de sus ilusiones
con la llegada del otoño, con el advenimiento del invierno,
para, ya sin hojas ni ilusiones, acabar buscando su sedicente corazón
en las recónditas entrañas de la tierra,
donde finalmente murió abrazado a sus raíces.

Las flores blancas fueron los vástagos del árbol ciego.

Planté esquejes de esperanza en la infértil tierra de los lamentos
con manos tan desnudas y agrietadas como el suelo del desierto,
y te cuidé como al heliotropo que florece solitario
en los invernaderos del tiempo.

Extraño enredar mis dedos en la floresta de tu pelo,
trenzar un buqué de flores con tu olor a primavera
y sorberte por la nariz, sí, como el catador sorbe
la copa de vino añejo.

Extraño la solícita caricia de tus labios
y su jerga impronunciable de besos.

Extraño tus confidencias a medianoche,
cuando a la luz velada del sueño
los susurros giran como tréboles al viento.

La historia no está escrita; la estamos escribiendo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 10 de marzo de 2010


Ya viene el dolor tocando la corneta,
con su carruaje tirado por diablos
y sus tambores de guerra.
Los cascos de los caballos retruenan sobre el empedrado
levantado una polvareda de recuerdos.
Algunos son livianos,
como la brisa estival que pinta mechas en los cabellos,
pero la mayoría te despeinan con la fuerza huracanada del viento.

El dolor sojuzga la sangre de los muertos.
En su jurisdicción la muerte es la única sentencia.

La noche es el patíbulo donde el sayón aprieta el dogal
al ave que no pudo escapar del fuego del ocaso.
Los nudos de su soga se imbrican en un mar de escamas
que repta sinuoso por el cuello, estrangulándolo.
El silencio cómitre restalla en la cabeza,
y esta oscuridad mía duele como la cicatriz en la espalda del galeote.

Pero hoy brillas para mí como un látigo de fuego.
Ciérrame los ojos con tu noche de luciérnaga en celo,
que ya me está picando el escorpión del sueño
y pronto estaré gravitando en tu perihelio.
Buenas noches, mi Amor. Te quiero.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 8 de marzo de 2010


Cuán rápido se marchita la noche cuando los rayos de sol deshojan sus pétalos,
como una bella flor agostada por el aliento del fuego,
y mis lágrimas, tan secas, se deshacen en cenizas de tiempo.

No, no eres la ajada rosa que jadea su prístina lozanía
en la cripta húmeda y lóbrega de un libro viejo,
entre cuyas páginas, prensada, la flor esparce su delicado aroma
de rocío, muerte y primavera.

Nunca serás tinta seca ni letra muerta
en el incunable de mi vida,
aunque te lea a la luz agonizante de una vela.

No te he enterrado en el hipogeo de la memoria –ni pienso hacerlo–.
No dejaré que yazgas sepultada entre polvo y huesos,
en las catacumbas donde duermen, inanes,
los esqueletos de mis sueños.

No quiero hacerme inmune al dolor de tu recuerdo,
porque mi dolor es tu monumento.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 4 de marzo de 2010


Tristeza, pues yo soy tuyo,
tú no dejes de ser mía

'A la tristeza', Juan Boscán

I – Introito: el continente perdido de tu Eterna Tristeza

Por fin he encontrado el continente perdido de tu Eterna Tristeza. Después de tanto buscarlo, descubrí que estaba oculto en mi mirada. Lo tenía tan cerca que no podía verlo. Era como una mácula en la retina, como una isla tragada por el mar, como un astuto trampantojo que engañó a mi acomodada perspectiva. Deberíamos desaprender a mirar para poder mirarnos.

II – Noches blancas

Me estremezco al contemplar el paisaje nevado de tu desnudez.
Las aves caen muertas del cielo, como copos de nieve,
y las estrellas son faroles sin luz,
tan apagadas como los ojos de un cadáver.

Sopla el viento, y el frío aúlla en los parches de mi soledad.
La cellisca ha coagulado mis lágrimas
y ahora tintinean en mis ojos los punzantes cristales de la tristeza.
Si pudiera encender una hoguera en mis manos para devolverte el calor,
el calor que huyó como los lobos del fuego.

A mi lado, un rayo de luna acuchilla la piel de la noche como un arañazo
en el abombado vientre de la almohada.
Me dejo envolver por el silencio tumescente de la niebla
y embadurno mi cara en líquido amniótico
para ovillarme en el útero del universo.

La noche, lívida, brilla con el fulgor espectral de una calavera.
Las teas inflaman la nostalgia del fuego en oscuras galerías de recuerdos
y chisporrotean aceite hirviendo sobre la mórbida silueta de la memoria.
Sombras fantasmales se agitan con impetuoso crujir de huesos
en una danza macabra
al trasluz de las cortinas de damasco,
como esqueletos movidos por los hilos de un titiritero
en un teatro de marionetas,
mientras el fuego sibilino crepita con malévola astucia en la chimenea.

La noche es más blanca que tu muerte,
y la nieve en los árboles tiene la espesura del semen.
El Faro ha roto el himen de la luna con su chorro opalescente,
y la fálica y protuberante lengua de fuego, como una larva voraz,
lame y horada la vulva de los acantilados
en el fragoroso silencio de la tempestad que precede al relente de los muslos.

Pronto la noche celebrará sus bodas de sangre con el día muerto.

III – El vestido de novia

Desde el lucernario del sol
los gatos observan hipnotizados la lechosa desnudez de la luna
como mudos testigos de un eclipse fractal.

–¿quién les habrá enseñado a mirar así, sin telescopio, la rotación de los girasoles
y el cambio de guardia de la luna?–

Ella lleva escrita la inocencia en su vestido de raso, de un blanco escarchado,
como una novia que espera a su amado columpiando el pie
en el altar de un nenúfar,
pero no es un vestido de novia lo que ciñe con tanta gracia su cintura;
es una mortaja con puños de encaje y gorguera de organdí.
El velo tapa el cráter de su ajado rostro, y la muselina,
al alzarse levemente con la brisa otoñal,
deja entrever una luz mortecina y cenicienta.
Lo que antes fuera un tálamo ahora es un féretro.

Sólo los circenses acróbatas de los tejados conocen su terrible secreto.

IV – Truco o trato

El sol es una calabaza con los ojos recortados,
la boca torcida en una abyecta mueca
y una llama maligna que arde en el fondo de sus cuencas proyectando un halo de vileza.
El brillo de sus ojos es avieso,
y confiere un aire siniestro a sus facciones rígidas, severas.
En la noche de los muertos asusta a los niños que piden caramelos.
Les roba los dientes.

No bulle, mi Amor, el calor en tu pecho,
y los dedos se me congelan al acariciar tu fría piel de invierno.
Me miro en tu espejo de agua y sólo veo el cielo,
un cielo ceñudo, plomizo, negro.

¿Quién le ha robado el azul al cielo?
Ya no es aquel lecho de nubes en el que nos acostábamos las tardes de febrero
dejando flotar, libres, nuestros pensamientos,
ni el paño que absorbía tus lágrimas emocionadas cuando te decía te quiero.
Es un abismo de mercurio, y le temo.
Le temo como al fuego.

V- El serpentino vuelo de una lágrima

El último hálito de vida se evapora en los rayos oblicuos que cauterizan
la cicatriz del beso.
Por el tragaluz del olvido se filtran nuestras lágrimas,
y tan sólo queda un rescoldo irisado en la sombra incandescente del tiempo.

Un desaprensivo arrojó una piedra a los vitrales góticos de la mariposa
que volaba, solitaria, a ras de hierba.
Desde entonces el sol nunca más volvió a besar sus alas rotas.

La esperanza duerme en una urna sin zapato de cristal,
mientras con una pluma negra, de cuervo o de grajo,
Pandora le acaricia la enredadera del sueño.

¿Adónde van los sueños que no fueron soñados?
¿Adónde van los deseos que nunca deseamos?
Debe de haber un limbo para ellos.
Por cada señal equivocada, una ruta hacia lo desconocido.

Hay lombrices en el légamo del tiempo,
y no existe vermífugo para los malos sueños.

Alguien dejó una rosa en su cenotafio como recuerdo.
De aquella rosa sólo quedaron las espinas y las zarzas
y la sangre coagulada, reseca.

VI – Las barbas de Dios

La noche pende como una estrella trémula
del agujero de tu oreja,
y la soledad en esta algente cueva es tan esquiva como la muerte.
Incluso el silencio cuaja y se resquebraja en astillas de hielo.

Y este serbal raquítico que crece en mi estepa,
solitario,
triste,
abandonado.

El cerúleo llanto de tu ausencia no ha logrado apaciguar la llama de mis labios.
Cuando la pavesa mengüe y desaparezca, me acurrucaré en tu piel
con la indulgente caricia de la luna.

Se me encoge el corazón con la fría indiferencia de la vida ante la muerte.

En las vastas y áridas llanuras del alma
no hay cárcel más estrecha que esta soledad
ni celda más angosta que tu ausencia.

Y esta picazón del alma como liendres en las barbas de Dios...
Quema, quema.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 2 de marzo de 2010


Me vestí con tus lágrimas
para hacer un abrigo a mi tristeza,
pero pronto supe que jamás hallaría abrigo
para el frío invierno de tu ausencia,
pues mi piel es de agua
y tu dolor –¡ay, tu dolor!–,
tu dolor quema.

Cuando la alegría es forzada, a las penas son río.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 1 de marzo de 2010


Creí que te habías muerto, corazón mío,
en junio.
Ana Rossetti


Creí que te habías muerto, corazón mío, en junio,
pero fui yo quien murió.

¿Cómo puede un cuerpo vivir sin corazón?
Dime, ¿cómo puede un alma sobrevivir sin su Amor?

Creí que te habías muerto, corazón mío, en junio,
pero fui yo quien murió.

El día que se paró tu corazón, mi vida en la noche se sumió.
El día que tu corazón dejó de latir, de mi pecho la sangre a borbotones manó.

Creí que te habías muerto, corazón mío, en junio,
pero fui yo quien murió.

Me morí de frío cuando empezaba a hacer calor.
Tu invierno en mi verano tiritando amaneció.

Creí que te habías muerto, corazón mío, en junio,
pero fui yo quien murió.

Tú eras la relojera de mi corazón.
Dime, ¿quién dará cuerda ahora a mi reloj?
¿Quién, si no eres tú, pondrá en hora mi desacompasado corazón?

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.