
Tristeza, pues yo soy tuyo,
tú no dejes de ser mía
'A la tristeza', Juan Boscán
I – Introito: el continente perdido de tu Eterna Tristeza
Por fin he encontrado el continente perdido de tu Eterna Tristeza. Después de tanto buscarlo, descubrí que estaba oculto en mi mirada. Lo tenía tan cerca que no podía verlo. Era como una mácula en la retina, como una isla tragada por el mar, como un astuto trampantojo que engañó a mi acomodada perspectiva. Deberíamos desaprender a mirar para poder mirarnos.
II – Noches blancas
Me estremezco al contemplar el paisaje nevado de tu desnudez.
Las aves caen muertas del cielo, como copos de nieve,
y las estrellas son faroles sin luz,
tan apagadas como los ojos de un cadáver.
Sopla el viento, y el frío aúlla en los parches de mi soledad.
La cellisca ha coagulado mis lágrimas
y ahora tintinean en mis ojos los punzantes cristales de la tristeza.
Si pudiera encender una hoguera en mis manos para devolverte el calor,
el calor que huyó como los lobos del fuego.
A mi lado, un rayo de luna acuchilla la piel de la noche como un arañazo
en el abombado vientre de la almohada.
Me dejo envolver por el silencio tumescente de la niebla
y embadurno mi cara en líquido amniótico
para ovillarme en el útero del universo.
La noche, lívida, brilla con el fulgor espectral de una calavera.
Las teas inflaman la nostalgia del fuego en oscuras galerías de recuerdos
y chisporrotean aceite hirviendo sobre la mórbida silueta de la memoria.
Sombras fantasmales se agitan con impetuoso crujir de huesos
en una danza macabra
al trasluz de las cortinas de damasco,
como esqueletos movidos por los hilos de un titiritero
en un teatro de marionetas,
mientras el fuego sibilino crepita con malévola astucia en la chimenea.
La noche es más blanca que tu muerte,
y la nieve en los árboles tiene la espesura del semen.
El Faro ha roto el himen de la luna con su chorro opalescente,
y la fálica y protuberante lengua de fuego, como una larva voraz,
lame y horada la vulva de los acantilados
en el fragoroso silencio de la tempestad que precede al relente de los muslos.
Pronto la noche celebrará sus bodas de sangre con el día muerto.
III – El vestido de novia
Desde el lucernario del sol
los gatos observan hipnotizados la lechosa desnudez de la luna
como mudos testigos de un eclipse fractal.
–¿quién les habrá enseñado a mirar así, sin telescopio, la rotación de los girasoles
y el cambio de guardia de la luna?–
Ella lleva escrita la inocencia en su vestido de raso, de un blanco escarchado,
como una novia que espera a su amado columpiando el pie
en el altar de un nenúfar,
pero no es un vestido de novia lo que ciñe con tanta gracia su cintura;
es una mortaja con puños de encaje y gorguera de organdí.
El velo tapa el cráter de su ajado rostro, y la muselina,
al alzarse levemente con la brisa otoñal,
deja entrever una luz mortecina y cenicienta.
Lo que antes fuera un tálamo ahora es un féretro.
Sólo los circenses acróbatas de los tejados conocen su terrible secreto.
IV – Truco o trato
El sol es una calabaza con los ojos recortados,
la boca torcida en una abyecta mueca
y una llama maligna que arde en el fondo de sus cuencas proyectando un halo de vileza.
El brillo de sus ojos es avieso,
y confiere un aire siniestro a sus facciones rígidas, severas.
En la noche de los muertos asusta a los niños que piden caramelos.
Les roba los dientes.
No bulle, mi Amor, el calor en tu pecho,
y los dedos se me congelan al acariciar tu fría piel de invierno.
Me miro en tu espejo de agua y sólo veo el cielo,
un cielo ceñudo, plomizo, negro.
¿Quién le ha robado el azul al cielo?
Ya no es aquel lecho de nubes en el que nos acostábamos las tardes de febrero
dejando flotar, libres, nuestros pensamientos,
ni el paño que absorbía tus lágrimas emocionadas cuando te decía te quiero.
Es un abismo de mercurio, y le temo.
Le temo como al fuego.
V- El serpentino vuelo de una lágrimaEl último hálito de vida se evapora en los rayos oblicuos que cauterizan
la cicatriz del beso.
Por el tragaluz del olvido se filtran nuestras lágrimas,
y tan sólo queda un rescoldo irisado en la sombra incandescente del tiempo.
Un desaprensivo arrojó una piedra a los vitrales góticos de la mariposa
que volaba, solitaria, a ras de hierba.
Desde entonces el sol nunca más volvió a besar sus alas rotas.
La esperanza duerme en una urna sin zapato de cristal,
mientras con una pluma negra, de cuervo o de grajo,
Pandora le acaricia la enredadera del sueño.
¿Adónde van los sueños que no fueron soñados?
¿Adónde van los deseos que nunca deseamos?
Debe de haber un limbo para ellos.
Por cada señal equivocada, una ruta hacia lo desconocido.
Hay lombrices en el légamo del tiempo,
y no existe vermífugo para los malos sueños.
Alguien dejó una rosa en su cenotafio como recuerdo.
De aquella rosa sólo quedaron las espinas y las zarzas
y la sangre coagulada, reseca.
VI – Las barbas de Dios
La noche pende como una estrella trémula
del agujero de tu oreja,
y la soledad en esta algente cueva es tan esquiva como la muerte.
Incluso el silencio cuaja y se resquebraja en astillas de hielo.
Y este serbal raquítico que crece en mi estepa,
solitario,
triste,
abandonado.
El cerúleo llanto de tu ausencia no ha logrado apaciguar la llama de mis labios.
Cuando la pavesa mengüe y desaparezca, me acurrucaré en tu piel
con la indulgente caricia de la luna.
Se me encoge el corazón con la fría indiferencia de la vida ante la muerte.
En las vastas y áridas llanuras del alma
no hay cárcel más estrecha que esta soledad
ni celda más angosta que tu ausencia.
Y esta picazón del alma como liendres en las barbas de Dios...
Quema, quema.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.