Como el aliento misterioso de una loba, te amo.
En tus lunares, Sara Álvarez
Puedo verme reflejado
en la luz omnisciente de tus ojos
como un párpado de fuego
o la araña de un pulgar.
Atravesamos cuerpos celestes
y escalamos lágrimas de éter
en flácida caída.
Nos lanzamos a la barbarie del azar
como un beso en unas escaleras mecánicas
o un chapuzón en una piscina de Hockney.
¿Lo oyes?
El silencio rechina los dientes.
Es el reo en el cadalso.
En el corredor de la muerte no se corre;
se arrastran los pies encadenados.
El viento resopla su quemazón
a la lujuria de la mandrágora.
Miro hacia atrás
y se me desliza tu mano
como un billete falso
o un credo falaz;
venal soborno el de las lágrimas
–Orfeo y los ciclistas siempre miran hacia atrás
cuando van a cruzar la línea de meta–
Somos instantes vacíos,
latidos de lluvia y barro,
jirones de una bolsa de plástico
desgarrada en un alambre de espino.
Nos enseñan que con la muerte todo acaba,
que al morir no hay dolor, risa o llanto,
que no hay más realidad que la que vemos
ni más ojos que los que ven, pero yo no estoy cojo y sé
que una pierna amputada duele cuando hace frío,
igual que duele el alma destemplada.
Nadie nos dice que los fantasmas también lloran,
como los vivos, acurrucados en esquinas solitarias,
en sótanos umbríos de umbríos caserones
donde el musgo crece como la soledad, desesperados
por no tener una voz que puedan escuchar nuestros oídos.
¿Dónde quedó el fémur del menhir?
¿Dónde el doblón de la vestal?
Al final todos estamos solos con nuestra voz.
El tiempo es un paso a nivel,
un grillete oxidado, un dado trucado,
un tren veloz y enfurecido,
una cometa roja perdida en el regazo del mar.
El tiempo no es más real que mi locura.
¡Ah, del exilio del poeta!
¡Ah, del fangal de la conciencia!
Ya no dormimos bajo las estrellas
ni escuchamos el murmullo de las fuentes
porque la hierba crece alta en los bancos de piedra
y las verjas de esta celda nos impiden ver.
Abro la mano y gime una luz herida por el pájaro del ocaso
–mi luz tiene grietas como la arena arcillosa del desierto–.
Cuántos mundos hay en una gota de agua,
más de los que nunca podremos ver,
más de los que nunca podríamos imaginar.
Murámonos.
Ardamos en el infierno de los condenados.
Arranquémonos la lengua como un yakuza de Miike.
Bajemos estas escaleras que conducen al agua,
en silencio, siempre en silencio,
al mismo mar donde mueren las cariátides.
Entreguemos las armas,
ofrezcamos nuestras cabezas como trofeo,
capitulemos un adiós definitivo,
pues ya no quedan Troyas por las que luchar
ni rapsodas que canten a la épica.
Todo está dicho entre nosotros.
Perdimos la mano y la partida.
Me dices:
déjame,
con esa voz que duele como la escarcha,
pero no puedo dejarte ir porque nunca te fuiste;
y si no estás, alguien tiene que cuidar de ti.
Nuestro amor es el humo en una película de Wong Kar-wai,
una lata de piñas caducada, el secreto musitado al agujero del árbol,
el tren que viaja a 2046 y un bolero de Nat King Cole.
A veces no sabemos por qué hacemos lo que hacemos,
pero lo hacemos. Sólo sabemos que tenemos que hacerlo.
Es nuestro sentido del deber. Con eso es suficiente.
Otras veces el silencio se te clava en las costillas
como un puñal, y no puedes respirar sin esputar un charco de sangre.
Y cuando crees que has muerto,
mueres un poco más.
Pero para un vampiro la muerte es el principio.
Entonces me doy cuenta de que si no fuera por el dolor,
por la angustia, por ese miedo atroz a perderte,
nunca te habría amado tanto.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.