Se había quedado sin lectura, así que aquella mañana estival decidió dar un paseo y acercarse a la librería. Como era un sibarita de la lectura y gustaba de pasar las páginas con el suave roce de sus yemas –como quien sujeta un grano de rapé entre los dedos y se lo lleva a la nariz para aspirarlo–, prefería comprarlos antes que sacarlos de una biblioteca pública, donde quién sabe qué manos –sucias, grasientas, toscas– los habrían profanado. Se le encogía el corazón al mecer entre sus manos un libro violado o mutilado, y casi podía oír sus gemidos de árbol seco al palpar las hojas dobladas, rasgadas, profusamente adornadas de rayones y tachaduras –escolios de un atroz delito–, y la tinta corrida como rimmel de una prostituta que solloza mientras la ultrajan. Sus ojos eran demasiado delicados para contemplar aquella estampa de la ignominia.
Ésa era la principal razón por la que muy rara vez prestaba sus libros. Antes tenía que confiar en las manos que los iban a acoger. Bendecir aquellas manos era parte de los trámites de adopción. Y no todas eran aptas. Las manos callosas, atezadas o nervudas no le transmitían ninguna confianza. Ni qué decir tiene que unas manos sudorosas, con exceso de transpiración o con las uñas melladas o roñosas, las desestimaba en el acto. Eran propias de labriegos y gañanes. Gente que ha perdido la sensibilidad por culpa de una sobreexposición al trabajo físico. Maltratadores en potencia. Podía adivinar el cuidado de una persona con tan sólo mirarle las manos. Sí, podía leer en las manos como en un libro abierto. En su maña, se le hubiera podido confundir fácilmente con un quiromántico.
Los libros tenían que envejecer como las personas. Para nosotros las arrugas representan lo mismo que para ellos las páginas amarillentas. Son los círculos concéntricos de la edad. El tiempo da la medida exacta de las personas, y así también ocurre con los libros. Los buenos libros envejecen como el buen vino; los años sólo mejoran su olor y su aroma. Su esencia. Y ante esa mirífica ensoñación, ¿quién no hubiera dicho que paseaba entre barricas de una bodega? Era una tentación irresistible dejarse embriagar por su espiritosa belleza.
Aunque era el menor de dos hermanos, de niño nunca había aceptado de buen grado ropa, juguetes y libros escolares si ya habían sido usados. ¡Ah, qué recuerdos le traía el olor a plástico, goma y pegamento! Aún podía recordar, como a través de una cortina bañada en luz, aquellas interminables tardes de primeros de septiembre en que, acodado en la mesa del comedor, veía a su madre forrar los libros mientras él se afanaba en borrar de cada página los trazos dejados por su hermano. Pero aunque se aplicara con denuedo en borrarlos y gastara toda la goma en el intento, nunca desaparecía del todo el terco rastro del lápiz. La presión que ejercía la mano sobre la mina de grafito lo convertía en un calco de papel cebolla, y odiaba su huella indeleble. Como las infames manos de lady Macbeth, siempre mancilladas con la sangre del marido, no había esfuerzo o celo, por ímprobo que fuera, capaz de lavar aquella mancha.
Aquello anunciaba el final del verano y el comienzo del nuevo curso académico. Al contrario que a la mayoría de sus compañeros, que aceptaban con resignación la vuelta al colegio, a él le alegraba volver a la rutina. Ninguna ocasión era mala para aprender, y ningún conocimiento era inútil. Donde hay libros siempre hay un hogar.
Como no cuesta colegir de todo lo dicho, era posesivo, tanto con las personas como con los objetos –y para él los libros casi gozaban del mismo estatus que las personas, pues podía departir con ellos y a menudo tenían más que enseñarle–, y le gustaba estrenarlos, ser el primero en tocar su piel, oler su raro perfume de imprenta, disfrutar de su virginidad.
Pocas cosas le complacían más que recorrer con la mirada las inabarcables filas de libros. En aquellos mágicos momentos se sentía transportado a un campo de batalla, como el coronel que pasa revista a sus tropas y saluda a cada soldado llevándose la mano a la visera, para reconocer, con viva satisfacción y un prurito de orgullo y altanería, a los oficiales al mando de aquellas huestes de papel y tinta impresa. Indefectiblemente, con un golpe seco en el canto, saludaba a cada uno de sus superiores con la efusividad propia del reencuentro. Nada le hacía sentirse más dichoso, pues, que hallarse en presencia de los clásicos imperecederos, los triarios, los eméritos, los curtidos en mil batallas. Semper fidelis. El mundo podía venirse abajo, sus amigos podían darle la espalda como a Timón de Atenas, pero sabía que ellos –su guardia pretoriana– jamás le fallarían.
Con un aire marcial y una camaradería infatigable recorría trincheras y barracones y acariciaba los lomos de aquel imponente ejército de papel, distinguiéndoles con una medalla al valor en combate; porque, no lo negaremos, hace falta mucho coraje para sobrevivir en estos tiempos de incuria y ceguera.
A veces hacía un alto en el camino para contemplar –y reverenciar– un libro de lujosa encuadernación, profusamente ilustrado y con una tipografía gótica similar a la de los códices medievales, y entonces se sentía como un anticuario acunando un incunable. Después de un tiempo de inefable delectación, el embelesamiento terminaba por engañar a la percepción, y creía ver cómo los dibujos cobraban vida y salían de los límites del papel para entablar conversación con él. Y hasta el cuervo de Edgar Allan Poe graznaba y, al regresar a los confines del libro, dejaba una pluma negra revoloteando en el aire como testimonio de su prosopopeya.
Rodeado de libros, su capacidad de asombro, tan infantil, permanecía incólume. Y sabía que siempre sería así, sin importar que los años le encaneciesen el cabello y le arrugasen la frente. El tiempo no existía en compañía de las letras de los grandes autores. El encorvado anciano del reloj no podía sino detenerse en el umbral de la puerta, apoyado en su nudoso bastón, dócil como un perro bien adiestrado. Sólo el aire acondicionado, que destemplaba la estancia con su aliento cuaternario, y algún que otro curioso que invadía su espacio vital y, puesto de puntillas, osaba con leer por encima del hombro, amenazaban con hollar aquel santuario de erudición.
Aquí y allá había taburetes y escalas como escaleras de asedio que los libreros usaban para encaramarse a las fortalezas más altas e inexpugnables, aquéllas construidas sobre la cumbre helada de montañas, riscos, acantilados y otros accidentes geográficos. Tan cerca del cielo que no respiraban el mismo aire que los mortales. ¡Ah, cuántos mundos enclavados en tan poco espacio, cuántos prodigios, cuántos encantos! Más reinos conquistaron plumas que espadas. Desde su posición, en la planicie de los lectores, hubiera jurado que aquellas escaleras subían al Parnaso. Si aguzaba el oído, podía escuchar el eco de Narciso y a Euterpe tañendo la cítara. A veces se le ocurría pensar que si un libro se lanzase desde lo alto del estante podría volar desplegando sus hojas, como un pájaro de papel. Y es que los sueños de un poeta –como Mercurio, el alípede– tienen alas en los pies.
Como no tenía prisa, se entretuvo ojeando los títulos de los libros dispuestos alfabéticamente en las estanterías. Empezó por el anaquel más alto, leyendo de derecha a izquierda: Auster, Austen, Amado, Alighieri... Álvarez, Sara. Algún día tu nombre figurará aquí, junto al de estos ilustres autores, y yo estaré para verlo. Te lo prometo.
Ningún incendio destruirá las páginas vivas de nuestra memoria.
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