Huyes de ti para alcanzar verdades que no existieron nunca.
Antonio Gamoneda
I
Durante un tiempo,
que diremos nuestro,
la tristeza permaneció fiel a su memoria.
El cielo abolido de los cátaros
se nos abrió como una urna azul celeste
o un buzón de cumbres, altivo ruiseñor enamorado
de su fría escarcha. Luego un dedo perdió su alfiler
voladizo en la noche sin tiempo de los girasoles
y ya no hubo cencellada bajo las axilas
ni otro relámpago más certero que el beso.
El mar, con todos sus despojos verdes, flotaba
como un espléndido castillo –Neuschwanstein–
o un conglomerado de dientes, y la nieve de los párpados
lentos pugnaba con el rojo intenso de la ciudad
por diluirse en las celdas narcóticas del sueño. La noche
es otro lugar, me dije, algo beodo todavía, un traje oscuro
de lo más ceñido. Quizá podamos encontrar juntos
un lugar donde llorarnos.
II
Hacía tanto calor allí dentro que las lágrimas se secaban
en las costras de los ojos. Las moscas reían a los niños pobres
–pobres niños– del basurero, y los candados de la sangre
apenas cerraban sus puentes colgantes. Un metal fundido
resbalaba por la dureza mineral de sus ojos cilíndricos, y en el iris,
una efélide blancuzca ovalaba la entera circonita. A través del cristal
esmerilado de los súcubos, aquellos dioses griegos se vestían
de números primos y enfermedades vectoriales, y, por
completo ajenos a toda aquella inmundicia, espantaban
a los niños pordioseros con venablos bien agudos y ofrecían
el néctar de su cornucopia a las moscas.
III
Ya está.
Te despierta la mañana
con su lengua estropajosa,
de gato hirsuto y callejero,
y sólo piensas en follar.
Pero el vómito es demasiado rápido
para regresar directo al estómago,
y tu polla no está erecta.
IV
Ah, sí. La belleza.
Me roza con sus antenas grotescas
y esos pingües cosméticos de olor ducal
y empiezo a sentir asco y repulsión
y ganas de exterminar hasta el último querubín
de Murillo; me siento asqueado, sí,
y nauseabundo y un
alien homesick,
y soy, de pronto, el más despiadado asesino,
Baruch Spinoza, Jesse James o Robert Ford,
cada vez que veo un mosquito
pululando por la pantalla del ordenador
y sólo pienso en aplastarlo
y en estampar su negra mancha de bicho asqueroso y repulsivo
sobre el blanco inmaculado de mi bloc de notas.
Y así puedo, por fin, empezar a escribir, libre
de distracciones, por fin libre.
V
Te veo venir, y te pareces, qué sé yo,
a los moluscos de cuernos translúcidos
que viajan en el vientre de la bestia
esperando sobrevivir a su digestión,
o a una libélula que se acerca al hipogeo
carente de náuseas, con el hocico fláccido
del níspero y una tristeza retráctil.
Su
banquete de colores sería un infierno tártaro
para el capricho veloz de una sombra paralela
si no se fundieran antes los casquetes.
Vienes a mí, descalza, como nube pasajera,
con la prisa azul de un mocasín
colgado del cable del telégrafo
por algún pandillero nostálgico de las alas
que nunca se tatuó en los omóplatos.
Y me hablas con el acento garrapiñado de la lluvia
cuando espolvorea canela en polvo y azúcar glas
sobre la inflada levadura de la tierra,
y la tierra huele a café recién molido
y a fruta confitada
y a stracciatella.
VI
Su música me seguía a todas partes
como pisadas en la nieve,
con un granizado de pájaros blancos
en los tacones y un bosque muy oleoso
y craso en las puntillas danzarinas de los pies, y,
en los talones, una noche americana.
Cuando el párpado delicado de la lluvia
agriete la luz afónica de aquel faro,
ella sabrá que estoy allí, luna raquítica,
y la querré con un amor sin fisuras.
VII
Hay corazones que son como una iglesia en ruinas
donde el musgo reverdece la piel granítica del tiempo
y la hiedra se eleva como una plegaria silenciosa.
A veces me gustaría masticar las raíces de tu árbol viejo
para reposar como un planeta inmóvil, y sentir
que no soy nada, como quien tiene un don y no lo usa
porque prefiere la épica del fracaso al ocaso del héroe.
VIII
//Rebasa saber –te–,
–te– alaba la bala
aérea//
Tu ingravidez es monodosis, un juego pítico
coronado de serpientes, la risa limpia del oráculo
o el barbero demoníaco de Fleet Street; un musical
sin trampas ni trampillas ni deus ex machina.
IX
Líbrame de abril,
terminó por implorarme,
allí en medio del lecho marino,
entre algas filiformes y chapapote,
y yo no supe qué decirle
para hundir su cabeza en el agua.
Haz como cuando nos conocimos en aquel bar
y nos dijimos esas cosas que se dicen
para quedar bien
aun sabiendo que nunca se cumplirán;
ámame.
Quizá mañana,
mañana tal vez.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.