El sueño rápido de un perro
Pienso en el día en que los caballos aprendieron a llorar.
Antonio Gamoneda
Podríamos volarnos los colores de los ojos
con la punta afilada de un lapicero
y emancipar así la estrella desarmada
de su jerga inútil.
Sería casi como sentir en la boca
la geometría azucarada del agua
con su demótica de serpiente de río
y sus fractales rotos y sinceros,
o desatar las cinchas dactílicas del trueno
por las plaquetas insepultas del tiempo
y destrenzar estos flashes hiperbólicos
de sus rectos aguaceros.
Yo tengo espinas en la espalda
–mil y una–
que muerden a los pájaros
de frutos amargos
y plumón en retroceso
y un nido de abejarucos
que me acribilla la noche repentina
con su calostro traspuesto de pérgolas
y un violín receptivo a la lluvia.
Los caballitos de dientes de metacrilato
y lágrimas cabareteras
rechinan tremebundos en tu noria
mientras los gatos cítricos son devorados por el asfalto
y están muertos y parece que durmieran
con aquellos ojos freáticos tan suyos
donde nunca más asomará, rapaz, el hambre.
Y así se nos va revelando la hermosa cicatriz del recuerdo
con su acústica de estrella liofilizada
y esa rima paroxística de púgiles enfermos,
y ya no cabe más amor en este puño trémulo,
y mientras discutimos sobre cómo ponernos de acuerdo,
la vida se nos pasa como el sueño rápido de un perro.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.
1 comentarios:
Y así se revela el recuerdo, así, con la magia de la poesía.
Abrazos siempre poeta.
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