Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

martes, 24 de agosto de 2010







My love shall in my verse ever live young
William Shakespeare


Era una noche corintia, mística, de arcano sahumerio,
el Helesponto estaba en calma
y sobre la torre bruñida la luna tintineaba como una ajorca de plata,
cuando Leandro erotizado nadaba hacia la luz de tus ojos
para prender de luciérnagas el pebetero de la vida
y ungir con la savia de mi corteza
océanos de miel.

Modelé tu figura con mi aliento
en la antecámara del verso,
y fue mi lengua buril para tu ombligo –moái de ámbar–
cuando mi estro flotaba aletargado en tu matriz.

Juntos nos abrazamos a las raíces del tiempo
para brotar en esquejes de esperanza;
juntos nos ramificaremos en una pasión arborescente
cuando el bosque sea un laberinto umbilical, infinito, ad aeternum.

Yo moriré, como tantos otros,
en la arcillosa ductilidad de la materia
–polvo al viento, osario de estrellas–,
pero tú siempre serás joven en la mayéutica del verso.
Como un nigromante de poemas, te resucitaré
en el latido de cuantos corazones me lean.

Tu vida fue una noche en el sol
–y sin embargo, ¡cuántas vidas se viven en una vida,
cuántas noches en un eclipse de sol!–,
pero nuestro amor se compone de infinitas estrellas, galaxias, planetas,
y brillará, pasados los años, como una estrella muerta.

El mismo tiempo que roba la memoria de los muertos
te honrará con su prez, y así la tinta de mi sangre
te escribirá en caracteres indelebles,
y todos los sueños que no pudimos cumplir
relampaguearán en la oriflama del sol
como mariposas pubescentes.

Bebe del Grial de mis labios, y serás eternamente joven.
Aherroja mi silencio en tu boca,
que en mi cárcel de palabras sólo hay voz para tu nombre.

Me he alimentado tanto tiempo de tu poesía,
que ahora que soy inmortal y oscuro como un vampiro,
la eternidad sin ti me parece un castigo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 19 de agosto de 2010


Llueven versos de tus labios,
maná de una noche de verano;
celestes mariposas son tus dedos
cuando aletean, traviesos, por mi costado.

Cada cosquilla estalla en mi piel como una burbuja de besos.
¿Cómo pueden caber todos los colores del cielo en una pompa de jabón?

Tienes un remolino de agua en el cabello,
y una horquilla que trina como un pájaro
cuando el sol se hace un nido en tu nostalgia.

Vives en la sonrisa de los niños,
lates en el vientre de las mujeres embarazadas,
y en las manos de los amantes
eres el lazo que la muerte no separa.

Te miro, y el sol tiene tu cara,
ovalada y perentoria como una lágrima
que cincela una estela húmeda en la mejilla.
Es hermoso dejarse desnudar por tu luz de aura invernal.

Que la noche sea larga como una llama.
No me dormiré hasta que apague las estrellas de tu pelo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 12 de agosto de 2010


Se había quedado sin lectura, así que aquella mañana estival decidió dar un paseo y acercarse a la librería. Como era un sibarita de la lectura y gustaba de pasar las páginas con el suave roce de sus yemas –como quien sujeta un grano de rapé entre los dedos y se lo lleva a la nariz para aspirarlo–, prefería comprarlos antes que sacarlos de una biblioteca pública, donde quién sabe qué manos –sucias, grasientas, toscas– los habrían profanado. Se le encogía el corazón al mecer entre sus manos un libro violado o mutilado, y casi podía oír sus gemidos de árbol seco al palpar las hojas dobladas, rasgadas, profusamente adornadas de rayones y tachaduras –escolios de un atroz delito–, y la tinta corrida como rimmel de una prostituta que solloza mientras la ultrajan. Sus ojos eran demasiado delicados para contemplar aquella estampa de la ignominia.

Ésa era la principal razón por la que muy rara vez prestaba sus libros. Antes tenía que confiar en las manos que los iban a acoger. Bendecir aquellas manos era parte de los trámites de adopción. Y no todas eran aptas. Las manos callosas, atezadas o nervudas no le transmitían ninguna confianza. Ni qué decir tiene que unas manos sudorosas, con exceso de transpiración o con las uñas melladas o roñosas, las desestimaba en el acto. Eran propias de labriegos y gañanes. Gente que ha perdido la sensibilidad por culpa de una sobreexposición al trabajo físico. Maltratadores en potencia. Podía adivinar el cuidado de una persona con tan sólo mirarle las manos. Sí, podía leer en las manos como en un libro abierto. En su maña, se le hubiera podido confundir fácilmente con un quiromántico.

Los libros tenían que envejecer como las personas. Para nosotros las arrugas representan lo mismo que para ellos las páginas amarillentas. Son los círculos concéntricos de la edad. El tiempo da la medida exacta de las personas, y así también ocurre con los libros. Los buenos libros envejecen como el buen vino; los años sólo mejoran su olor y su aroma. Su esencia. Y ante esa mirífica ensoñación, ¿quién no hubiera dicho que paseaba entre barricas de una bodega? Era una tentación irresistible dejarse embriagar por su espiritosa belleza.

Aunque era el menor de dos hermanos, de niño nunca había aceptado de buen grado ropa, juguetes y libros escolares si ya habían sido usados. ¡Ah, qué recuerdos le traía el olor a plástico, goma y pegamento! Aún podía recordar, como a través de una cortina bañada en luz, aquellas interminables tardes de primeros de septiembre en que, acodado en la mesa del comedor, veía a su madre forrar los libros mientras él se afanaba en borrar de cada página los trazos dejados por su hermano. Pero aunque se aplicara con denuedo en borrarlos y gastara toda la goma en el intento, nunca desaparecía del todo el terco rastro del lápiz. La presión que ejercía la mano sobre la mina de grafito lo convertía en un calco de papel cebolla, y odiaba su huella indeleble. Como las infames manos de lady Macbeth, siempre mancilladas con la sangre del marido, no había esfuerzo o celo, por ímprobo que fuera, capaz de lavar aquella mancha.

Aquello anunciaba el final del verano y el comienzo del nuevo curso académico. Al contrario que a la mayoría de sus compañeros, que aceptaban con resignación la vuelta al colegio, a él le alegraba volver a la rutina. Ninguna ocasión era mala para aprender, y ningún conocimiento era inútil. Donde hay libros siempre hay un hogar.

Como no cuesta colegir de todo lo dicho, era posesivo, tanto con las personas como con los objetos –y para él los libros casi gozaban del mismo estatus que las personas, pues podía departir con ellos y a menudo tenían más que enseñarle–, y le gustaba estrenarlos, ser el primero en tocar su piel, oler su raro perfume de imprenta, disfrutar de su virginidad.

Pocas cosas le complacían más que recorrer con la mirada las inabarcables filas de libros. En aquellos mágicos momentos se sentía transportado a un campo de batalla, como el coronel que pasa revista a sus tropas y saluda a cada soldado llevándose la mano a la visera, para reconocer, con viva satisfacción y un prurito de orgullo y altanería, a los oficiales al mando de aquellas huestes de papel y tinta impresa. Indefectiblemente, con un golpe seco en el canto, saludaba a cada uno de sus superiores con la efusividad propia del reencuentro. Nada le hacía sentirse más dichoso, pues, que hallarse en presencia de los clásicos imperecederos, los triarios, los eméritos, los curtidos en mil batallas. Semper fidelis. El mundo podía venirse abajo, sus amigos podían darle la espalda como a Timón de Atenas, pero sabía que ellos –su guardia pretoriana– jamás le fallarían.

Con un aire marcial y una camaradería infatigable recorría trincheras y barracones y acariciaba los lomos de aquel imponente ejército de papel, distinguiéndoles con una medalla al valor en combate; porque, no lo negaremos, hace falta mucho coraje para sobrevivir en estos tiempos de incuria y ceguera.

A veces hacía un alto en el camino para contemplar –y reverenciar– un libro de lujosa encuadernación, profusamente ilustrado y con una tipografía gótica similar a la de los códices medievales, y entonces se sentía como un anticuario acunando un incunable. Después de un tiempo de inefable delectación, el embelesamiento terminaba por engañar a la percepción, y creía ver cómo los dibujos cobraban vida y salían de los límites del papel para entablar conversación con él. Y hasta el cuervo de Edgar Allan Poe graznaba y, al regresar a los confines del libro, dejaba una pluma negra revoloteando en el aire como testimonio de su prosopopeya.

Rodeado de libros, su capacidad de asombro, tan infantil, permanecía incólume. Y sabía que siempre sería así, sin importar que los años le encaneciesen el cabello y le arrugasen la frente. El tiempo no existía en compañía de las letras de los grandes autores. El encorvado anciano del reloj no podía sino detenerse en el umbral de la puerta, apoyado en su nudoso bastón, dócil como un perro bien adiestrado. Sólo el aire acondicionado, que destemplaba la estancia con su aliento cuaternario, y algún que otro curioso que invadía su espacio vital y, puesto de puntillas, osaba con leer por encima del hombro, amenazaban con hollar aquel santuario de erudición.

Aquí y allá había taburetes y escalas como escaleras de asedio que los libreros usaban para encaramarse a las fortalezas más altas e inexpugnables, aquéllas construidas sobre la cumbre helada de montañas, riscos, acantilados y otros accidentes geográficos. Tan cerca del cielo que no respiraban el mismo aire que los mortales. ¡Ah, cuántos mundos enclavados en tan poco espacio, cuántos prodigios, cuántos encantos! Más reinos conquistaron plumas que espadas. Desde su posición, en la planicie de los lectores, hubiera jurado que aquellas escaleras subían al Parnaso. Si aguzaba el oído, podía escuchar el eco de Narciso y a Euterpe tañendo la cítara. A veces se le ocurría pensar que si un libro se lanzase desde lo alto del estante podría volar desplegando sus hojas, como un pájaro de papel. Y es que los sueños de un poeta –como Mercurio, el alípede– tienen alas en los pies.

Como no tenía prisa, se entretuvo ojeando los títulos de los libros dispuestos alfabéticamente en las estanterías. Empezó por el anaquel más alto, leyendo de derecha a izquierda: Auster, Austen, Amado, Alighieri... Álvarez, Sara. Algún día tu nombre figurará aquí, junto al de estos ilustres autores, y yo estaré para verlo. Te lo prometo.

Ningún incendio destruirá las páginas vivas de nuestra memoria.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 9 de agosto de 2010


Si mi mano es una jaula
y mis dedos sendas rejas,
dime, ¡oh, dulce alondra!,
¿cómo puedes cantar entre barrotes?

¿Cómo, si eres mi cautiva,
con tu voz me cautivas
y ahuyéntasme las penas?

Más me valiera soltarte, ave canora,
y divisar tu grácil vuelo
en fuga, más allá del horizonte,
alejarse cual fútil parpadeo
a sentir tu pico romo
y tus garras melladas, otrora fieras,
y ese sordo lamento de las alas
que, impedidas de volar,
en presidio quiebran.

¡Ah, qué poco sabemos de los pájaros,
y cuán necios somos los hombres!
Que creyendo que cantan de alegría
para nuestro esparcimiento
ignoramos que es su perdida libertad
la que añoran y penan.

¿Será por eso que no tenemos alas
y que sólo en la celda del sueño,
como al ciego los ojos,
los sueños en alas nos llevan?

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 6 de agosto de 2010


Y nada quedará en desilusión, pues has sido rocío en mi hierba y pájaro en mi vientre.
'Nada es olvido', Sara Álvarez


Llegaste con tierra en los ojos
y barro en la mirada,
con el polvo del desierto y la sal de la nostalgia,
sin tinta en la sangre, la voz apagada,
huérfana como un libro sin nombre,
flotando en la memoria como un poema inacabado.

Te acaricié lentamente las páginas,
y en tus mejillas asomó un pétalo de arrebol
y tu labio inferior se inflamó con un prurito de lascivia.
No recuerdo si lo que mordías era mi nuez o una manzana,
pero tenías un trébol de cuatro hojas dibujado en las pupilas.

Te acuné en mis brazos y te hice letra en mi puño
y fuego en mis entrañas,
pero tú temblabas como gota de lluvia en la ventana
–me arremoliné en tu otoño y apenas se movía una hoja en la hojarasca–,
así que te hice un nido con el mimbre de mis celos
y fuiste pájaro en mis manos
y rayo de luz en mis pestañas.

Entonces yo te dije: sígueme,
y te llevaré a la tierra promisoria de los sueños.
A lo que tú me respondiste:
si no despierto, ¿cómo sabré que es un sueño?
Lo sabrás cuando te bese, porque si no te beso, habré muerto.

Tan sólo recuerda esto: si sabe a láudano, no es un beso.


© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 4 de agosto de 2010


En los momentos de mayor zozobra, cuando el silencio resonaba en sus oídos como un cuerno de caza y la soledad le alanceaba como a un ciervo herido, mientras veía teñirse de rojo los pastos de la inocencia, cruzaba los brazos sobre el pecho en un remedo de abrazo para quitarse ese penacho de frío que le amorataba los labios. Con la cabeza gacha y las manos apoyadas en los omóplatos, giraba lentamente las muñecas, como si intentara zafarse de unas cadenas invisibles. Entonces, con rápidos movimientos, como aleteos de un pájaro henchido de oxígeno, blandía sus manos en el aire y hacía molinetes, abanicándose los hombros. Y lo que antes eran manos, ahora eran alas; y lo que antes le oprimía, ahora le liberaba.

Y volaba, y volaba, y tan alto volaba que el cielo, infinito, no le alcanzaba.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 2 de agosto de 2010


Se despierta la mañana
con la niebla que conturba los ojos
y el relente de los besos
que la luna cautivó.

Adivíname la sonrisa tras la bruma de los labios,
bésame con un acento de futuro en la mirada.
Que todos los astros mueran en la apoplejía de este instante.
La noche es inmensa en la explanada de los ojos
y el viento trae una plétora de besos.
¡Mira, el sol se desvanece como un eclipse de dedo en el ombligo!
Escribamos la apología del deseo en nuestros cuerpos.
Recorramos juntos esta brecha de cristal.
Bailemos como moscas atrapadas en el quicio de una ventana.

Tú lo sabes, la excelencia es el camino más corto a la eternidad.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.