La vi pasar como un rayo verde,
fugaz y cegadora,
la difracción de un rayo de sol
en la arista undosa del mar
cuando la playa bate al ocaso.
No lucía dudas ni volantes.
Vestía un sari
y llevaba un tilak en la frente.
Gravitaba por mi cabeza
como un pañuelo mojado
o un sueño pesado
del que no puedes despertar.
Me acarició las puntas del cabello
con su boca de benjuí, y yo decliné
mi sonrisa en su garganta torvisca.
Luego despertó los pájaros
de mis muñecas con un torniquete de fuego
y desplegó sus cicatrices a contraluz,
para que no me encrucijara en aquella poesía
de la derrota. Para entonces la noche
ya espejeaba con ojos de grisalla
en la claridad azulina de un rayo de luna,
que hacía escorzos imposibles en el lucernario.
De pronto desmayó sus labios en los míos
–unos labios de sándalo rojo, húmedos de rocío,
surtidores de susurros y hechizos–
y me dijo muy quedo al oído:
“El corazón no se puede desviar
de la trayectoria de una bala,
ni la bala puede partir un grano de arroz”.
Un escalofrío de hiedra trepó por mi balaustrada.
No supe qué significaba aquello,
pero entendí que era cálido por el tono de su voz.
Todo ocurrió tan rápido como un astro-saeta
o una mirada ilíaca. Desperté dormido
y con la sensación de haber soñado
con un aquelarre de lenguas, canciones melanesias
y acertijos de carey, allende el mar azul,
en el país de Tusitala.
Yo no sé quién era o cómo se llamaba,
pero una palabra me vino a la boca
y ya no conseguí pronunciar otra:
Amor.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.