Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Todo yo te pertenezco como una adarga abandonada.

¿No es mi amor el que cruje
como un hueso descortezado
por el algente tajo de este vacío
que un día se hizo inconsolable
como un océano helado
en su eterno naufragio?

Tus pupilas juguetean
como un cielo orlado de nubes
en continuo cambio,
y no hay sombra bajo los árboles
ni meriendas campestres.

Y yo me pierdo detrás de cada galaxia
para emboscar la noche en un suspiro
que amortigua el sol sin tus palabras.

Qué sensación tan triste dejan las olas
que se alejan musitando atonías
entre abalorios y cenefas de espuma.

Podría alquitarar tus lágrimas en pétalos de rosa
y aun así drenarte hasta la última gota de sangre
para estallar el núcleo de tu estrella en una lluvia
de diamantes.

He orillado tu tristeza
en este rimero de versos
para escribirte un epitafio.

Ya nada es igual,
y sin embargo,
sigo recordándote
así como se suceden los veranos,
esplendentes en su rubor,
incólumes de vida,
aherrojados por un tibio párpado de luz,
como arena tamizada por los dedos.

Tu tristeza,
ese turbio remolino azul en la hojarasca,
¿por qué gime y susurra y crascita
como un báratro encarnado?
Todos los colores languidecen
en la furia de tu otoño inmarcesible.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 26 de noviembre de 2013

Las cosas se han desembarazado de sus nombres.
La Náusea’, Jean-Paul Sartre

¿Qué hace este calor pusilánime
en la flor de tu cadalso?
Es como el fuego,
que me blanquea con sílabas de otoño
cuando jurar no puedo ya a la lluvia.

Yo no sé de úvulas silentes
ni de infames arrozales,
pero sé que tu nombre se escribe
con ríos en las manos.

Eres esa canción
que nunca ha dejado de sonar en mi cabeza,
la canción sin letra que me recuerda
aquel lugar que nunca conocí.
Tú.

Yo me abro la piel para saberte voz
en mi torrente, para aquietar estas aguas
bulliciosas como una sangre
que nunca retrocede.

Qué más da si ya no vuelves,
si toda tú te desvaneces
a la luz grisácea de este atardecer.
Es infinito el dolor y muy larga
la condena para perderse en laberintos.
Inextricable. Como la dirección
de tus labios cuando me sonríes.

Siempre confundimos la pregunta.
No es de dónde vienes;
 es adónde vas.

Hemos vuelto al tiempo de las aves
y ni siquiera sabemos volar.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 17 de octubre de 2013

Te toco, y tienes la temperatura azul
de todos los espejos
que perdieron el rubor de su escarcha
e hicieron del efluvio tempestad.

Ven a mí descalza de paraguas y procelosa en tu marea,
siempre alta, siempre viva, que mis puertas se abren
hacia dentro y no es momento de esperar.

En esta noche prematura
de terrores innombrables
podría decirte dos verdades:
una, que no es lo mismo la lluvia
en manga corta que la lluvia con abrigo;
y dos, que los huracanes siempre
tienen nombre de mujer.

Pero ya no me pregunto nada,
porque sé que para cada respuesta
hay dos nuevas preguntas
y por el camino se nos va extraviando la verdad.

Objetos luminosos en el cielo.
Radiación solar.
Tormentas de arena.

¿Observas el doblarse del viento en mi costado,
su cuchillo perentorio que nos hace temblar
como álamos en bandolera?
El cuadro detrás del cuadro,
la ciudad debajo de la ciudad,
el alcantarillado de todas nuestras pulsiones
con sus cañerías herrumbrosas y sus torres fabriles,
su calor insalubre y ese gemido ninfomaníaco
que recorre mis dedos como una nota musical.

Soy un dios muy humano, y por eso vivo y muero
para ti –vivo y muero para ti, y cada vez que vivo,
muero; y cada vez que muero, empiezo a vivir. Para ti.
Siempre para ti–. ¿Qué quieres? Tú me has hecho así.

Silenciemos el pálpito azulado de nuestros océanos.
¿Puedes oír ese silencio germinal de pájaros en fuga?
El dolor es un grito bajo el agua. Aquí no suena, no se
escucha mi eterno decir de ti. Es tan profundo el hastío.
Tú, que me has enseñado a apresarme la lengua
en aforismos, ¿qué dirías del declinar de mis pestañas?
¿Y de este párpado somnoliento que sólo hace que
usurpar suspiros de libélula?

El silencio es más sencillo cuando tú no estás.

Ahora lo sé. Tu dolor es un castillo inexpugnable,
un naipe levadizo, el cocodrilo más voraz.
¿Qué más da?

Rindamos culto a la desesperanza
para que nos broten grillos en los ojos
y rezonguen todo lo que nos callamos.

Pero bésame. Tus labios son el poema
existencial donde encuentro las respuestas
a todos mis interrogantes, y ahora sólo necesito
saber qué me quieres, qué esperas de mí
para poder enrocarme en tu casilla.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Tus versos. Nada más. ¿Qué puede haber más grande?
Nada. Si no leo tu poesía, me alejo. Me voy alejando
cada vez más de ti y cada vez me parezco menos. A ti.
A tu poesía. Pero también me alejo de mí. De lo que soy.
De lo que tú me has hecho, y me has hecho bien.
Alguien mejor de lo que era. Por eso tengo que leerte
boca abajo. Afanosamente. Deletrearte en toda tu sustancia.
En toda tú. Como si fueras eternamente triste, y yo, un avioncito
de papel. Y cuando te leo soy más yo, alguien tan cercano
a ti que podrías ser tú. O un faro ciego. O un fular malva.
Cualquier forma es válida para estar contigo. Y siento
cómo resucitas. Resucitas siempre en mí, para mí. Emerges
victoriosa de la espuma. Eres magia en la piel. Lo insurrecto
de la carne. Todo lo demás es espurio y baladí. ¿Para qué
conformarse con menos si tú lo eres todo? Mía. Es momento
de saltarse los puntos y de hurgarse las heridas. Todo lo demás
puede esperar.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 23 de septiembre de 2013










¿Crees que podrás conjugar mis lágrimas con tu amado verbo?
¿Crees que podré hacer callar los labios de esta herida
sulfurosa si tengo el silencio cosido a mi piel?

Arrastro el pálpito herido de todos los pájaros
que se empaparon las alas en la pez,
y me enquisto en tu debacle. Te miro
como un pasado pisado por un tropel
de niños ruidosos, y me siento en la frontera
del tiempo a ver cómo se nos hunden los barcos.

–y al hundirte, yo me aferro más a ti–

Despierta ahora y corre,
que del corazón sólo queda ya el vómito
y la náusea es infinita.

El amor es ese calor residual que atesoran las sábanas
cuando su cuerpo ya no está y la piel añora su cercanía,
esa proximidad desubicada que sólo otorgan los vestigios
de una civilización fronteriza ya sepultada bajo capas
de tiempo y arena; el amor fosilizado de todo oasis yacente.
Nuestro amor es ese arrullo que no paga aranceles, la aduana
de las manos que se tornan sombras quebradizas, allí, justo
allí donde el palomar es de un recio añil y el aliento amenaza
lluvia, allí donde los labios despluman un cáliz de versos, besos
que litigian con el sol y que marean como un giroscopio, besos
que ululan en el crepúsculo como una puesta de sol a orillas
del Bósforo o una diáspora de mariposas en su infatigable
búsqueda de color.

No nací para hacer historia,
ni seré recordado en los días venideros,
mi nombre desaparecerá como tantos otros
en las negras aguas del Leteo,
pero la poesía que tú me has dado, esa poesía,
tu poesía, trascenderá cualquier espacio,
lugar o tiempo.

Porque tú me sabrás el coribante de tus sueños
cuando retumben los tambores y la lluvia
penetre por todos los recovecos y se explaye
por nuestros poros con su espléndida munificencia.

Y al morir no habrá nada más que esto
–poemas sobre cráneos y cuencas vacías de versos–,
pues hasta para morir hay que saber hacerlo bien.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 12 de septiembre de 2013













La vida es una herida que sólo curar puede la muerte.
¿Eres tú el círculo que cierra todas mis heridas?
¿Eres tú la poesía que restalla en mi cabeza?
Los faros se ciñen a la luna, y al abrazarte
sé que somos un bosque desnudo, un pie apenas
insinuado a la lluvia. Lo sé y no me preguntes cómo.
Mi verdad es absoluta. Mi verdad es un templo sumergido
en oleadas de espuma. Presto oídos al rumor de tu decir
–y tú sabes decirme como nadie–. Oigo el callar de tu mirada.
Su profecía fragorosa. Tus ojos son un espejo de silencio
–espejo glauco y nepente donde al dormir lavo mis heridas–.
Tus ojos son un espejo de silencio y en ellos me adivino.
Tus ojos amortiguan mi llamada cuando al llamar te nombro
disoluta. ¿Qué fugitiva llamarada es ésa que enciende
tus mejillas y repuebla todos mis cendales?
Haces bien en silenciarte, pues en tu callar está en mi derrota.
Amar es creer que todo puede ir bien cuando sabes que todo irá mal.
La vida te enseña a creer que el amor, este amor, es un engaño
necesario, pero ¿qué hay de necesario para un hombre tan superfluo?
¿Qué hay más necesario que desengañarse para morir bien?

Y morir en el espacio con una bonita vista de la Tierra. Tan azul,
tan ingrávida. Como una de esas canicas de colores
con las que jugábamos de niños. La pubertad cercana a las Pléyades.
El universo en una canica. Empieza la secuencia infinita,
la repetición de lo que algún día es y será. No dejas un solo número
al azar. ¿Qué cálculos harás para devolverme la noche?
Me dejo seducir por el mecanismo imperfecto de tu corazón,
por su arritmia dionisíaca. Me dejo atravesar por tu lanza de luz.
Me falta el aire. Enséñame, Dios, tus matemáticas inmorales.
Enséñame el bautismo de los soles. Enséñame a brillar
en la oscuridad como una tumba de luciérnagas.
Enséñame cómo haces para estar en todas y en ninguna parte
y yo te adoraré sin bajar la vista del cielo. Te adoraré, sí,
sin misericordia, y seré, te lo prometo, tu siervo más devoto.

El viento que un día agitó tus cabellos,
ese viento nunca más volverá a silbar en mis oídos.
Descansa en mí o muere, yo te imploro.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 6 de agosto de 2013










Te acercas lentamente. Oyes su respiración, sus latidos, su aliento entrecortado. Y esa arteria que palpita –bum, bum– en el cuello, tan fuerte que parece que va a salírsele el corazón por la boca. Nunca has oído una melodía más delicada y, al mismo tiempo, atronadora. A este lado del río el deseo lo oscurece todo. ¿Acaso es amor? Embriaguez. No hay más de una palabra de separación entre vosotros. No hay aire que separe vuestros cuerpos. Utopía. Qué estrechez la de estas pieles zurcidas de deseo, la de estos pechos torneados por el sol. Qué angostura la de saberse pluma y céfiro. Y los vellos sin estirpe que se erizan en el antebrazo y debajo del ombligo se atraen como cenizas encantadas que quieren volver a hacerse cuerpo. Traes la sed del vampiro. Ha llegado tu momento. Ahora el amor es un desfiladero anchuroso, el palo más alto de un velero. Cierras los ojos. Sientes la humedad de sus labios en tus labios. Su caricia lasciva. Fuego frío. Muerdes la manzana. Una dentellada de acíbar. Un poso de dolor. Gotitas lúbricas que se deslizan por las comisuras como un delta resacoso y ofuscado en su inquietud. Ya empiezan los temblores. Pequeñas sacudidas como descargas eléctricas y mares luminosos. En las bocas, un rumor de oleaje que tapona los oídos. Algo lacustre y oleoso. Grutas marinas. Carúnculas y pedúnculos carnosos. Anguilas de un océano carmesí. Ondulan los sépalos y los zarcillos verdes en inmensas plantaciones de té, y la luna se refleja, coruscante, en un cuenco de arroz. Rielan las perlas en sus ostras opalinas. Escozor. El salitre que se adhiere a la piel después de un chapuzón escuece. Cuánto sudor. Y piensas que no hay rodillas que aguanten este peso. El silencio es musical. Nunca imaginaste que el silencio pudiera ser tan denso. Y tan hermoso. Este silencio es de una hermosura incomparable, como pasear en góndola por el Gran Canal. Mi Serenísima. Pero todo se acaba, y el mundo lejos de ti es un ruido anómalo. Te pitan los oídos. Abres los ojos. Ella ya no está. Se ha ido. Como el sueño al despertar, se ha ido. Y hasta que no vuelvas a quedarte dormido no volverá.

Si es que vuelve.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 1 de agosto de 2013










Para alguien que ha muerto tantas veces sobre el escenario, ¿qué representa una muerte más? Despidámonos disfrazados de payasos, como Edward Hopper y Josephine, y deroguemos de una vez por todas esta Commedia dell'Arte. Y que su aplauso caiga sobre nuestra conciencia. Tú lo sabes. Soy más loco que Pierrot.

Podía haber estado allí, pero no estuve. Podía haberme pasado a mí, pero no me pasó. Porque yo no estuve en ese tren, y sin embargo, estuve en un tren que hizo casi el mismo recorrido, que pasó casi por las mismas estaciones y que atravesó, a menor velocidad, las mismas vías. A veces la diferencia entre vivir o morir está en saltarse un bache del camino o en cerrar los ojos al entrar en un túnel.

Pienso en esas maletas abandonadas, sucias y golpeadas y no se me ocurre mejor imagen de la soledad. Somos el equipaje sin facturar, el asa que perdió a su maleta, el nombre desvaído en la etiqueta, la lluvia ilegible de una misiva extraviada en quién sabe qué anaquel. Leemos y no nos cansamos de llorar.

Miro por la ventanilla y me entretengo dándole forma a las nubes. Aquel cirro parece un escorpión con el aguijón levantado, dispuesto a asestar el mortal picotazo. Aquella otra nube de contornos pálidos y difusos y como pulidos por un buril de luz es un centauro sujetando el timón de una nave. Y aquel cumulonimbo es un zorro con las garras afiladas que rasga el cielo índigo. Las nubes más bajas, las que casi se funden con la nieve derretida de las montañas, tienen una textura vaporosa de acuarela. Allí se pueden atisbar tortugas, peces y extrañas criaturas de oblongos tentáculos. Hay, incluso, gigantes que sostienen en las manos sus cabezas amputadas. ¿Quién no ha jugado a adivinar criaturas en el vaivén de una nube?

Si aquellos seis meses de angustia y espera hubieran servido para luego pasar contigo el resto de mi vida, habrían valido la pena. Y hasta un año que hubiera esperado carcomido por las dudas, sin saber si mi esperanza tendría recompensa, lo habría merecido; no habría sido ninguna merma, quebranto o desdicha. El tiempo no es un sacrificio demasiado grande cuando la ilusión lo supera. Y te diré que incluso ahora que estoy sin ti, con todo cuanto he sufrido en estos años aciagos que han sucedido a tu pérdida, pienso que valió la pena; y si pudiera volver atrás, haría exactamente lo mismo: enamorarme de ti. Porque era feliz en mi tristeza, y nada elevaba más espíritu, y nada avivaba más mi poesía que el deseo de estar junto a ti.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 25 de junio de 2013











Imagina que un día despertaras en otro planeta, que el principio de incertidumbre obrara un azar tan prodigioso sobre tus átomos que el mismísimo Heisenberg se restregaría los ojos de pura incredulidad. Estarías aquí y allá, conmigo y sin mí, viva y muerta, propincua y lejana. Duplicada. Leda atómica. Dicotómica. ¿Cómo sería estar viva y muerta al mismo tiempo?, ¿cómo viajar sin moverse por los confines del universo? Somos partículas entrelazadas, el entrelazamiento cuántico de dos electrones separados por galaxias enteras y unidos por una función de onda. Y en nuestra condición de fotones, coruscamos. Y en nuestra condición de fotones, fluctuamos. Si tú estás viva, yo estoy muerto; y viceversa. Somos la desigualdad de Bell, el gato de Schrödinger, el puente de Einstein-Rosen, el salto del espín. El amor es un estar y nunca ser. Amor cuántico. Amor más veloz que la luz. Amor antimateria.

Fue por eso que ya te amaba antes de nacer, y después de muerto, te amaré.


© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 18 de junio de 2013










¿Qué es una herida sin dolor
o un amor sin sacrificio?
Nada. La falsa apariencia de una rosa
a la que ya no afligen las espinas,
un dolor domesticado, falaz, despojado
de toda poesía, una belleza impostada
que no seduce ni embelesa ni cautiva.
Algo fútil e inocuo, un simulacro,
un engaño bien urdido,
algo que nadie deseará
si aún desea algo en la vida.

Ese dolor domesticado
tan común en nuestros días
al que algunos –pobres ignaros–
llaman amor en su estulticia
es una máscara sin misterio que no da miedo,
sino risa; amistad más que amor;
connivencia, que no riña.

Y es que el amor, iconoclasta, no tolera medias tintas.
El amor es una enfermedad que no se elige; te fusila.
El amor es vitriolo y sosa cáustica y el único
ungüento capaz de bizmar cualquier herida.

¿Para qué vivir si no es muriendo
por algo que al matarte te da vida?

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 15 de junio de 2013













Tenía el cabello fricativo y un acento de locura en la mirada, los ojos límpidos de lágrimas, de un azul inmarcesible, la expresión más trágica que jamás yo contemplé.

Vagas como una criatura sin techo, desorientada y aturdida, tan enjuta como una sombra en el asfalto o una escultura de Giacometti. Caminas sin saber adónde vas. ¿A qué umbral o lóbrega morada te llevarán tus pasos si perdiste las suelas de los zapatos? Erraste el rumbo, y ya no sabes volver. Así, de perfil, podrían confundirte con un retrato de Egon Schiele, pero no, tú eres más delgada que un hilo de luz, y acaso igual de mórbida. No te han concedido los dioses la gracia de la vida eterna, pero mientras yo viva, vivirás siempre en mí, recitándome los versos postreros de la mañana, reclamándome una y otra vez para besarte los lunares de la espalda, ésos que casi he olvidado. Es imperdonable, lo sé. Al final todo se olvida, menos lo que de verdad importa. Y a mí dejó de importarme todo, todo excepto tú.

Vivir siempre con miedo a que se descubra tu verdad, que es su mentira. La mentira de todos, la mentira piadosa. La palabra fementida. La caída de caballo de Pablo camino de Damasco. Una conversión sin paliativos. Y seguimos caminando como si los nombres de las calles fueran reales, como si los días no fueran una estación de pánico o un nudo de Salomón.

Lo que tenía que pasar, pasó. Y nada ni nadie pudo evitarlo. Ni siquiera yo. Cuantas veces lo intenté, otras tantas fracasé. Está escrito en las estrellas. Tiene que ser así. Nos guste o no. Y a mí no me gusta.

¿Qué habría pasado si no hubiera existido tu madre, o si tu hermano y tu padre no hubieran muerto? Conjeturas. Nunca sabremos la verdad. Eran otros tiempos.

Recuerdo aquellos tiempos, no porque fueran buenos, que no lo fueron –a decir verdad, fueron malos, muy malos, los peores de mi vida–, y sin embargo, cuando pienso en aquel entonces (in illo tempore), no puedo evitar que un sentimiento de nostalgia, de dulce y tierna nostalgia, se apodere de mí y me invada como a la roca de un castillo abandonado la hiedra. Y entonces me doy cuenta de que añoro las ruinas de tu ciudad arrasada por el fuego, de que el amor es peste e incendio, antídoto y veneno, el más cruel oxímoron, imposible librarse de él, imposible esquivarlo o vencerlo, y que aunque trate de levantar piedra a piedra tu antigua fortaleza, nunca, nunca ondeará en lo más alto de la torre la misma bandera.

En todo comienzo, por muy triste que fuera el final que lo precedió, late, acezante, la ilusión de lo nuevo. Y hay algo más, algo que nos mortifica y que nos vivifica a un tiempo, y es que cuando alguien muere, nosotros empezamos a vivir; una vida vicaria o adventicia, una vida miserable, si se quiere, pero vida, al fin y al cabo. Cuando hemos visto morir a alguien cercano a nosotros, alguien a quien hemos amado y hemos llamado madre, hermano o amor, sangre de nuestra sangre, carne de nuestra carne, no sólo muere con él una parte de nuestro ser, como reza el tópico, sino que también, y aquí viene la sombra de toda luz, resucitamos, sentimos que hemos sido devueltos a la vida, aun en contra de nuestra voluntad, y que tenemos una segunda vida que sufrir y que –, esto es lo que nos repugna ad náuseam– disfrutar. Aunque el otro ya no esté. Porque el otro ya no está. La muerte libera a quien más quiere del cilicio que un día forjó para atormentarse.

Toda casa está cargada de recuerdos. Toda casa es una casa de empeños. Simbolismos. Vivencias. Recuerdos de otra época. Esos recuerdos nos atan a ellas. Tiran de nosotros. A veces incluso nos desgarran. Somos caracoles tirando de su concha aun cuando ya no haya concha de la que tirar, y dejamos un reguero de babas a nuestro paso. No es el cemento ni el ladrillo lo que nos ata a las casas. No son las vigas ni el entarimado de madera. No. Es algo más sutil que todo eso. Es su voz, su voz que nos llama, la voz de todos los que una vez vivieron en ellas. Las casas están poseídas por sus antiguos moradores; las casas tienen espíritu. Hay un cementerio en toda hoguera familiar donde crepitan las llamas de las viejas leyendas de nuestros ancestros.

Las personas son casas en las que habitamos, dormimos, reímos y lloramos durante una estancia, unas veces más corta, otras veces más prolongada –depende de si es temporada de verano o de invierno–, de nuestras vidas, lo que aguantan sus cimientos. Y su andamiaje imperfecto. Cuando cambiamos de casa, algo de nosotros queda atrás, unas pertenencias que no podemos transportar ni vender ni cuantificar, y que nunca recuperaremos. Se pierden para siempre en un lugar desconocido. ¿Un corazón en el depósito de objetos perdidos? ¿Una moneda en el fondo de un estanque, teñida de verdín? Tu casa no duró mucho tiempo. Se la llevó el viento. El soplo del lobo malo. Como la paja se la llevó. Yo echo de menos tu casa. 

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 27 de mayo de 2013











El tiempo es una herida circular que nunca cierra,
cicatriz mal cosida que al rostro deforma, un cisma
inoportuno, un trabalenguas, la costura indeleble
del adiós. El amor es esa inquietud que nunca cesa,
los labios descosidos de la herida, laberinto suturado,
perturbación del ánimo que lacera y no te deja pensar
en otra cosa, que cuando crees haberla olvidado vuelve
a estar ahí, hostigándote, violándote, violentándote,
recordándote que le perteneces, que eres suyo y
siempre lo serás, su esclavo, tus grilletes, un traspaso
de poderes donde nunca hay un solo rey, déspota o tirano,
y donde los silencios arden más que una hoguera
de blasfemias. El amor es la ración –ración de dolor–
que ofrece el secuestrador al prisionero
                              –amor condumio, amor cautivo–
para alimentar unas horas más su éxtasis y su agonía.
Dime tú, ¿de qué vale la palabra del carcelero si nos robó
el tiempo y todas sus llaves? El mundo es de los vivos,
mal que les pese a los muertos.

Si tú fueras un poco más yo
y yo un poco más tú
no habría prolijidad en la palabra
ni agotamiento en esta fiebre.
Porque ¿dónde habría yo de buscarte,
dónde esperaría tu regreso
si no es en esta garganta cercenada
de prodigios y palomas?

Mis labios no pueden hablarte del silencio
bajo el agua
       –palabras que fluyen como peces escamados–,
tan sólo susurrar espasmos
y telarañas y vértices donde se imbrican
los placeres más protervos.

¿Y qué si la palabra es una playa desnuda
con todas sus rocas ardiendo a pleno sol?
¿Y qué si el amor es un cadáver insepulto
o una mastaba? Ya nada nos importa.
Nunca nos importó.

Nos hemos abierto los pulmones
para ver el aire pasar, y ahora
sólo vemos mariposas desaladas
del color del vino, más tristes
que el otoño con todos sus silbidos
y más solas que un paseo otoñal
donde las hojas vuelan con delicada
indolencia para apurarnos los ojos.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 13 de mayo de 2013














–Papá, ¿por qué el universo, nuestro universo, está gobernado por leyes?

–Hijo, no conozco la respuesta a esa pregunta, y mucho me temo que nadie la conoce. Podría ser que hubiera un Hacedor que creara en su momento, ya sabes, en la gran explosión, en el Big Bang, hace unos 14.000 millones de años, la materia, la energía y todas las leyes físicas, la gravedad, la fuerza electromagnética, la energía nuclear fuerte y débil; en definitiva, eso que algunas religiones llaman Dios.

–¿Y dónde está ese Dios?

–En ninguna parte. Nadie lo ha visto ni lo puede ver ni ha oído nunca su voz, aunque algunos teólogos y farsantes afirman que pueden comunicarse con él. No hay pruebas o evidencias de que exista. Es un fantasma o una elucubración, un delirio febril o, en el mejor de los casos, un apotegma vanidoso. Para creer en él hay que tener fe, una fe ciega e irreductible, una fe rayana en el fanatismo o en la estulticia. O quizás baste con ser muy estúpido y vivir la vida sin hacerse muchas preguntas, confiándolo todo a la intuición. Como ese Dios no está en ninguna parte, algunos postulan que está en todas. Es una ingeniosa vuelta de tuerca, ¿no crees? Cómo la inteligencia retuerce el significado de las palabras y el engaño, bien dosificado, nos brinda la autocomplacencia y la tranquilidad de espíritu.

–Qué raro, ¿no? ¿Acaso no será Dios una creación del hombre para justificar las limitaciones de su intelecto y sojuzgar mediante el miedo a otros hombres más crédulos o temerosos de un castigo ultramundano?

–Podría ser. Así lo creo yo muchas veces, porque ningún látigo subyuga más que el miedo a lo desconocido, pero entonces me pregunto: ¿cómo surgió este delicado, este falso equilibrio que permite la existencia de las estrellas y nuestra propia existencia? ¿Surgió espontáneamente? ¿Fue resultado del azar? ¿O es que éste es uno de los muchos universos posibles y el único, tal vez, en el que se dieron las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida?

–No parece el resultado de una tirada de dados. Las probabilidades juegan en su contra. Aunque, después de todo, la vida podría ser un accidente feliz. Tiene que haber una explicación, pero esa explicación escapa a nuestra comprensión. Y volviendo al Big Bang, o, mejor dicho, al instante previo al Big Bang, a eso que los cosmólogos llaman Singularidad, ¿cómo pudo algo –y con algo me refiero a este Todo, la Tierra, la Vía Láctea, el universo– surgir de la Nada?

–No lo sé. Tal vez porque la Nada no está vacía. Nunca lo estuvo. Es el vacío de algo que existió. Su remanente. Energía oscura, la llaman ahora. La partícula de Dios o el bosón de Higgs.

–Pues yo no puedo pensar en ser nada, porque siempre he sido algo.

–Ni tú ni nadie, hijo mío. Y sin embargo, estás compuesto por átomos cuyos núcleos están unidos por la fuerza nuclear fuerte, que es la que hace que protones con la misma carga no se repelan; y, al mismo tiempo, los electrones permanecen ligados a éste mediante la fuerza electromagnética. Por separado no son nada; pero juntos forman un ser irrepetible: tú. Moléculas. El genoma humano. La doble hélice. Cadenas de aminoácidos. Si entiendes la mecánica del átomo, del mundo más diminuto, entenderás la mecánica de todo el universo, su funcionamiento. Y quizás un día descubras el porqué de sus leyes.

–Aún tengo una duda, papá: ¿qué nombre tenían las cosas antes de que les pusiéramos un nombre?

–No tenían nombre.

–Pero existían.

–Existían, sí, porque para existir no nos necesitan. O sí. Nosotros sólo somos observadores. “Somos el universo contemplándose a sí mismo”, como dijo Carl Sagan. Y el hecho de que lo observemos de algún modo hace que sea real, que esté ahí, para nosotros. Es lo que se llama principio antrópico. La mirada crea el significado, y sin alguien que mirara es como si no hubiera nada, como si nada hubiera pasado. Ya sabes, Heisenberg, el principio de incertidumbre y el gato de Schrödinger. El hombre es un taxónomo. Todo hombre lleva dentro un Linneo. Pone nombres a las cosas, las etiqueta, y las etiqueta para ordenar su mundo, para desenvolverse mejor en él y facilitar así el traspaso de conocimientos a futuras generaciones.

–Según ese razonamiento, ¿Sara o Raquel existieron sólo porque tú existes?

–No es tan sencillo como eso, pero que yo recuerde su tránsito –tránsito fugaz, como el de todos– por la vida hace que aún sigan atadas a ella, un poco borrosas, tal vez, porque la memoria no puede reproducir fielmente y con precisión forma alguna, y menos una forma tan compleja como la humana, pero en esencia yo hago que sigan aquí. Vivas.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 4 de mayo de 2013














Me dijo que se llamaba Sara, o quizás Raquel, no lo recuerdo bien, pero para mí siempre fue Jeanne Hébuterne, la muchacha de los ojos tristes, la del cabello lacio y el flequillo inconsolable. Su voz se recostaba en mis cendales como un desnudo de Modigliani; temperamental, lasciva y esplendente Costa Azul. Y me miraba con esos ojos esmerilados, opalescentes, torpemente dibujados, como recortados en papel maché. (Me miraba de soslayo.) La mirada utópica, antojadiza, disoluta y vagamente enajenada, tan parecida y tan distinta a la de la condesa de Noailles reclinada en la otomana, tal como la pintó Zuloaga. La pamela cayéndole por las sienes y el dedo índice insinuando la boca, como invitando al silencio –un silencio claustral– o a un sueño nonato –un sueño fetal–, de mariposa nocturna. En su mirada, la dicotomía de todos los barcos. El mascarón envarado, de tajamar. Las olas cardinales. La zozobra temulenta. El flote y el hundimiento. Y saltó por la ventana como un pájaro al que le hubieran arrancado del canto las alas. Y saltó por la ventana como Jeanne Hébuterne. Embarazada de nueve meses saltó. Con el hijo dentro, saltó. El hijo muerto en sus entrañas aún vivas. Y saltó. Sin vacilar. Sin mirar atrás. Acaso oteando un horizonte promisorio; acaso buscando la última pincelada del día que acababa de abortar. O la mano siempre generosa del adiós. "Compañera devota hasta el sacrificio extremo". Y embriagada de locura, se repetía, mientras volaba próxima a la luz: siempre nos quedará un bonito epitafio en Père-Lachaise.

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jueves, 2 de mayo de 2013











Somos el universo contemplándose a sí mismo.
Carl Sagan

El sonido de tus labios
cuando me besas
es la música del azar,
el silabeo del fuego
en las noches frías de invierno,
el calor que encoge los hombros
en un tímido chisporroteo,
el vaho que exhala la boca
y ese dedo ligero que garabatea mi nombre
en la ventanilla empañada
de un autobús urbano
para voltearme las ínfulas
y descorrerme gota a gota el mundo.

             –y qué decir del chasqueo de tu lengua
            si blande el rebenque de mi ausencia
            en retrospectiva–

Tus lágrimas no pueden herir el silencio
ni hervir grillos en soledad
si no es con una pausa entre dos alas
que se doblegan a su cálamo.

Y ahora dime:
¿y qué si cierro los ojos?,
¿y qué si imagino tierras lluvianas
en mares angostos
y frondosas copas sin una sola raíz?
Sólo cuando despierto
me doy cuenta de cuánto te he soñado
–soñado en ti–
para romperme los huesos
y evaporarme en un suspiro.

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viernes, 12 de abril de 2013











Te hablaré hasta que te quedes dormida. Te hablaré en susurros, muy quedito, como a ti te gusta, sé cuánto te gusta que te hable al oído, te encanta que te hable al oído, y te cantaré, te lo prometo, una nana, hasta que mi voz se te haga sueño. Mi voz te acompañará en este viaje. Será tu cicerone en este campo de trigo; la travesía de un ciempiés. Es prometido. No sueltes el teléfono. Mantenlo bien pegado a la oreja. Así, tal como estás, tumbadita. Y no se te ocurra levantarte. Por nada del mundo te levantes. ¿No ves que estás muy bien así? Muy a gusto. Tapadita. Hecha un ovillo. Pareces una niña. Te siento tan cercana, piel con piel, respiración con respiración, y tan relajada, que yo también podría quedarme dormido; pero no temas, que no me dormiré, porque tengo que hablarte hasta que te quedes dormida. Ahora lo importante es que tú duermas, y que no pienses en nada más que en dormirte. Nada de preocupaciones, ¿entendido? Escúchame. Te contaré un cuento para que tengas dulces sueños, para que sueñes con los ángeles, como suele decirse. Te contaré cómo se conocieron Amor y Poesía en un espacio de letras llamado Mundo Poesía, donde había muchos poetas y poetisas y versos por doquier; unos bailaban apretados, otros más sueltos, cantarines, algunos libérrimos, versos en verdad bohemios, incluso disolutos, podríamos decir, y algunos también mohínos, pero todos bien rimados. Prístinos. Te contaré cómo se enamoraron Amor y Poesía en ese espacio de letras y cómo la envidiosa Muerte, al verles tan felices, les separó. Pero no, no te pongas triste. No llores, por favor, que la tierra no merece tus lágrimas, aunque luego le broten flores donde ahora crecen malas hierbas. Es un cuento bonito, ya lo verás. Sólo déjame terminar. Tiene un final feliz, de ésos en que los protagonistas acaban besándose en una puesta de sol. Y comen perdices. Aunque te confesaré que yo nunca he probado una perdiz, ni creo que me gustaran. El amor siempre vence a la muerte. Eso debes saberlo. Es muy importante que lo sepas. En este cuento, que es el tuyo y es el mío y es el de todos los que alguna vez han sentido un brinco en el pecho, una punzada aguda de dolor y de placer, la picadura de una avispa de mar, el amor también venció a la muerte y a todo su séquito de diablillos. Por eso estoy yo aquí, hablándote. Piensa en ello. Antes de dormir, cada noche, piensa en ello, como si recitaras una oración. De niño siempre recitábamos el Padre Nuestro y el Ave María al acostarnos, ¿recuerdas? Nos decían que no hacerlo era pecado, y que Dios lo veía todo, que estaba en todas partes y en todos los corazones, incluso en los que no creen, incluso en los impíos. Ubicuo y omnisciente, eso es. Pues esto es lo mismo. Cuando los ojos se te empiecen a cerrar vencidos por el sueño, piensa que antes teníamos dos corazones que latían cada uno por separado, y ahora tenemos uno solo que late al unísono, y late por los dos, con un latido tan fuerte parte montañas. Es como en aquella fábula de Aristófanes que te conté. Seguro que no la has olvidado. Cómo podrías olvidarla, con lo que te gustó. Si me hiciste contártela dos veces, y yo, encantado de ofrecerte mis modestos conocimientos. Pues bien, ahora somos uno donde antes éramos dos. ¿Aún estás ahí? Oh, vaya. Ya veo que te has quedado dormida. Puedo escuchar tu respiración. Tan suave, tan tibia. Es un lindo susurro. Una pluma que acaricia. Terciopelo. Duerme, mi vida, duerme, y cuando despiertes, yo estaré allí. Contigo. Y sonreirás, te juro que sonreirás. Y volverás a vivir. En mí. Siempre en mí. Como el primer día.

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martes, 15 de enero de 2013












Desde que te fuiste la Nebulosa del Cangrejo no ha dejado de emitir radiaciones electromagnéticas en forma de brotes de rayos gamma.

Aunque te tragó la oscuridad,
sigues siendo, y ahora, si cabe,
un poquito más, la luz más brillante
del firmamento; más que un púlsar,
más que un quásar
o cualquier otro fenómeno del cosmos.
Eres un brote de rayos gamma
que nunca deja de radiar,
una estrella de neutrones o una estrella binaria,
un cañón de luz colimado que ilumina
la noche amortajada
con su constante cañoneo.

Te he hecho estrella, nebulosa y agujero negro…
           y siempre me has explotado en las manos.

Sólo las estrellas brillan más cuando han dejado de vivir.
Sólo las estrellas y tú.

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viernes, 4 de enero de 2013














Sería tan fácil saltar. Sólo un paso. Un paso nada más. Y luego nada. El vacío. Un vacío inescrutable, interminable, inenarrable. Y silencio. Un silencio mate y opaco. Esdrújulo. Papel cuché. Silencio de noche y oscuridad. Un silencio pitañoso, terminal. El chof de la piedra en las negras aguas del pozo. Así como al principio, cuando todo era minúsculo. Embrionario. Singularidad. Abismo blanco. Luz ciega y abrasadora. Un paso y todo volverá a ser como antes. Sin miedo. Sin dolor. Universo errante. Agujero negro supermasivo. Abismo blanco.

Qué pequeño es este acantilado. Yo, yo conocí un cielo bajo el mar. Un cielo tachonado de perlas, de ondulantes escamas recamadas en éter. Azul. Tan azul que parecía el mismo mar. Y diáfano. Y sin embargo, en ese mar nada ni nadie nadaba. Ni siquiera los peces nadaban. Ni siquiera las estrellas, tan blancas. Tampoco las tortugas, con sus caparazones de nácar. Todo permanecía en una pasmosa quietud. Como la noche en el lienzo del pintor o el verso en los labios del poeta. Inmóvil. Belleza estática. Tan triste, y tan bello, que era imposible no llorar. Pero había reflejos. Caras insinuadas en las ondas. Destellos irisados. Sí. Había reflejos en el mar. Aunque al tocarlos se desvanecían veloces como un banco de peces. Y la espuma. La espuma lábil de las olas que se arrastra y te arrastra y se arremolina y se retrae en la orilla estarcida de esquirlas de conchas. Y bivalvos. Y vieiras como peinetas de alguna nereida coqueta. El rebalaje de las olas bajo mis pies. Qué sensación de fugacidad. De plena fugacidad. Se renuevan las mareas con el influjo de la luna y sopla Eolo. Estas aguas se parecen a las de hace un segundo pero no son las mismas. Mar sereno y bravío. Indomeñable. Cuántos barcos y cuántas vidas reposarán en tu vientre rajado. Y allá arriba, quizá en tu corazón, van muriendo los dioses. Uno a uno. Puedo escuchar su letanía.

Una Navidad solo. Solo contigo. Sin más distancia que el tiempo. El tiempo de los días que se fueron sin cantar. Los días alegres, exiliados a otro ser, a otro tiempo. Sin probidad. Y el viento en los ojos. Lacio. Hermoso. Viento que despeina las hojas y canturrea boleros en el farallón. Y la piel que se eriza de alfabetos de nieve. Inefable copo de nieve, tan parecido a un asterisco o a una polea.

Miro al cielo. Hay constelaciones que parecen ojos abiertos. Con su iris, su pupila y todo. Se dirían que los dioses nos contemplan. Nebulosas de estrellas muertas. Nebulosas con cabeza de caballo. Nebulosas coloidales. Supernovas. Mira, ésa de allí, la que brilla más que ninguna y gira como una peonza, se llama Raquel. Es una enana blanca. Su núcleo es de carbono puro cristalizado; el diamante más grande de la galaxia. Nubes de gases de hidrógeno incandescentes que se expanden como volutas de humo esmeriladas. Hipocampos. De colores. Hipocampos de colores que galopan en el espacio infinito, sin bordes conocidos –como la piel, que no tiene fronteras–. Y en el centro, tú. Abismo blanco.

Vivimos en la edad de las estrellas. La edad de oro del universo. Nunca hubo tantas luces en el firmamento. Y sin embargo, llegará el día en que se extinga la última luz y todo quede a oscuras. Como al principio. Abismo blanco.

Te quiero. Siempre te he querido. Incluso cuando no te conocía, ya te quería. Y ahora que no existes –miento, porque sí existes; existes dentro de mí–, también te quiero. Un poco más, incluso. Si ello es posible.

El amor tras un visillo. Amor cenital. Y las motas de polvo que danzan como planetas fuera de órbita en una elipse infinita. ¿Recuerdas aquel fular malva en mi perchero? Eres la luz que atrae a las polillas.

Te circulo con mi mano de pie quebrado, con mi arrullo de oropéndola. Te acompaso el cartabón. Los besos, siempre de perfil; las caras, aserradas. Cubistas. Y las cabezas que reposan en la almohada. Allí donde zarpan los sueños al anochecer.

Qué largo es este estar lejos de ti. Un viaje sin escalas ni escafandras. Un viaje al fin del mundo. Mares procelosos. Náufragos y pecios. Continente yermo y desolado. Territorio salvaje, hostil; pero, al fin, hermoso.

Ella veía documentales del universo antes del amanecer. Se tumbaba en la cama y soñaba con regiones ignotas donde el hombre nunca ha puesto el pie. Y qué frío tenía al despertar. Y al despertar juraba que había estado allí. Pero sólo era un sueño. Un sueño vívido y celeste. El sueño de una rosa.

El cielo gira y la noche es noche. Los ojos observan como telescopios. Desmesurado mar abierto. Mi corazón arde como el núcleo de una estrella, pero es un par suelto y ya ha agotado el combustible. Conozco la mecánica del sol –fusión y gravedad, hidrógeno y helio–, pero apenas puedo contener sus llamaradas. El hierro mata el corazón de la estrella. Deletéreo.

Y saltar a un abismo blanco. Y caer en un agujero negro. Sentir su irresistible atracción. Su fuerza gravitatoria. Caer como un pez en el agua. O en una bolsa de plástico. Un pez de colores. Mis sueños, carpas de colores en un estanque.

¡Ay, cuántas aletas tenía mi amor! Y ahora ya no nada.

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