Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

viernes, 4 de enero de 2013

Abismo blanco














Sería tan fácil saltar. Sólo un paso. Un paso nada más. Y luego nada. El vacío. Un vacío inescrutable, interminable, inenarrable. Y silencio. Un silencio mate y opaco. Esdrújulo. Papel cuché. Silencio de noche y oscuridad. Un silencio pitañoso, terminal. El chof de la piedra en las negras aguas del pozo. Así como al principio, cuando todo era minúsculo. Embrionario. Singularidad. Abismo blanco. Luz ciega y abrasadora. Un paso y todo volverá a ser como antes. Sin miedo. Sin dolor. Universo errante. Agujero negro supermasivo. Abismo blanco.

Qué pequeño es este acantilado. Yo, yo conocí un cielo bajo el mar. Un cielo tachonado de perlas, de ondulantes escamas recamadas en éter. Azul. Tan azul que parecía el mismo mar. Y diáfano. Y sin embargo, en ese mar nada ni nadie nadaba. Ni siquiera los peces nadaban. Ni siquiera las estrellas, tan blancas. Tampoco las tortugas, con sus caparazones de nácar. Todo permanecía en una pasmosa quietud. Como la noche en el lienzo del pintor o el verso en los labios del poeta. Inmóvil. Belleza estática. Tan triste, y tan bello, que era imposible no llorar. Pero había reflejos. Caras insinuadas en las ondas. Destellos irisados. Sí. Había reflejos en el mar. Aunque al tocarlos se desvanecían veloces como un banco de peces. Y la espuma. La espuma lábil de las olas que se arrastra y te arrastra y se arremolina y se retrae en la orilla estarcida de esquirlas de conchas. Y bivalvos. Y vieiras como peinetas de alguna nereida coqueta. El rebalaje de las olas bajo mis pies. Qué sensación de fugacidad. De plena fugacidad. Se renuevan las mareas con el influjo de la luna y sopla Eolo. Estas aguas se parecen a las de hace un segundo pero no son las mismas. Mar sereno y bravío. Indomeñable. Cuántos barcos y cuántas vidas reposarán en tu vientre rajado. Y allá arriba, quizá en tu corazón, van muriendo los dioses. Uno a uno. Puedo escuchar su letanía.

Una Navidad solo. Solo contigo. Sin más distancia que el tiempo. El tiempo de los días que se fueron sin cantar. Los días alegres, exiliados a otro ser, a otro tiempo. Sin probidad. Y el viento en los ojos. Lacio. Hermoso. Viento que despeina las hojas y canturrea boleros en el farallón. Y la piel que se eriza de alfabetos de nieve. Inefable copo de nieve, tan parecido a un asterisco o a una polea.

Miro al cielo. Hay constelaciones que parecen ojos abiertos. Con su iris, su pupila y todo. Se dirían que los dioses nos contemplan. Nebulosas de estrellas muertas. Nebulosas con cabeza de caballo. Nebulosas coloidales. Supernovas. Mira, ésa de allí, la que brilla más que ninguna y gira como una peonza, se llama Raquel. Es una enana blanca. Su núcleo es de carbono puro cristalizado; el diamante más grande de la galaxia. Nubes de gases de hidrógeno incandescentes que se expanden como volutas de humo esmeriladas. Hipocampos. De colores. Hipocampos de colores que galopan en el espacio infinito, sin bordes conocidos –como la piel, que no tiene fronteras–. Y en el centro, tú. Abismo blanco.

Vivimos en la edad de las estrellas. La edad de oro del universo. Nunca hubo tantas luces en el firmamento. Y sin embargo, llegará el día en que se extinga la última luz y todo quede a oscuras. Como al principio. Abismo blanco.

Te quiero. Siempre te he querido. Incluso cuando no te conocía, ya te quería. Y ahora que no existes –miento, porque sí existes; existes dentro de mí–, también te quiero. Un poco más, incluso. Si ello es posible.

El amor tras un visillo. Amor cenital. Y las motas de polvo que danzan como planetas fuera de órbita en una elipse infinita. ¿Recuerdas aquel fular malva en mi perchero? Eres la luz que atrae a las polillas.

Te circulo con mi mano de pie quebrado, con mi arrullo de oropéndola. Te acompaso el cartabón. Los besos, siempre de perfil; las caras, aserradas. Cubistas. Y las cabezas que reposan en la almohada. Allí donde zarpan los sueños al anochecer.

Qué largo es este estar lejos de ti. Un viaje sin escalas ni escafandras. Un viaje al fin del mundo. Mares procelosos. Náufragos y pecios. Continente yermo y desolado. Territorio salvaje, hostil; pero, al fin, hermoso.

Ella veía documentales del universo antes del amanecer. Se tumbaba en la cama y soñaba con regiones ignotas donde el hombre nunca ha puesto el pie. Y qué frío tenía al despertar. Y al despertar juraba que había estado allí. Pero sólo era un sueño. Un sueño vívido y celeste. El sueño de una rosa.

El cielo gira y la noche es noche. Los ojos observan como telescopios. Desmesurado mar abierto. Mi corazón arde como el núcleo de una estrella, pero es un par suelto y ya ha agotado el combustible. Conozco la mecánica del sol –fusión y gravedad, hidrógeno y helio–, pero apenas puedo contener sus llamaradas. El hierro mata el corazón de la estrella. Deletéreo.

Y saltar a un abismo blanco. Y caer en un agujero negro. Sentir su irresistible atracción. Su fuerza gravitatoria. Caer como un pez en el agua. O en una bolsa de plástico. Un pez de colores. Mis sueños, carpas de colores en un estanque.

¡Ay, cuántas aletas tenía mi amor! Y ahora ya no nada.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.


4 comentarios:

Maruja
4 de enero de 2013, 17:16

Me gusta como escribes y ha sido un placer leerte. Un saludo.

Tatiana Aguilera
5 de enero de 2013, 10:44

Siempre cuando escribo me pregunto: ¿existirán los grandes amores capaces de sorprendernos con su fortaleza y entereza para sortear, y establecer estandartes de persistente y constante solidez en el tiempo y sobre si mismo?, entonces me acuerdo de ti, y me respondo.
Un abrazo Óscar, sin darnos cuenta ya estamos viviendo el 2013, se agradece que escribas y aprendamos de tu sorprendente maestría.

Liz Flores
5 de enero de 2013, 23:48

Hace días escuché la melodía de Richter y he de ser sincera, me gustó pero creo que no supe oírla en su momento. Hoy que la tenía de fondo al leerte tomo otra dimensión. Aunque la fuerza emotiva reside en tu decir y sentir la música contribuyó a conmover hasta las lágrimas. Qué hermosa pieza literaria, desde el título que me fascinó hasta ese amor que de insignificante no tiene ni el punto de la i. Tienes un ser maravillo, tan rico en sensibilidad y tan lleno de amor. Dichoso el ser que nuevamente llegue a complementarte.

Ese inicio estremece y más aún la sexta estrofa. Hubo un fragmento que me tocó el alma:

"Mar sereno y bravío. Indomeñable. Cuántos barcos y cuántas vidas reposarán en tu vientre rajado. Y allá arriba, quizá en tu corazón, van muriendo los dioses. Uno a uno. Puedo escuchar su letanía." La interpretación que le di a esta parte es muy personal.

Por otro lado el texto está plagado de imágenes astrales que me encantan. Me creí estrella moribunda abrazada por la nebulosa dorada de tus palabras, y que mis latidos hacían eyectar arcos de luz alrededor de esta bella sensación.

Una vez más nos regalas Arte y Belleza.
Maravilloso, Óscar.
Un fuerte abrazo.

Isabel Moncayo Moreno
8 de enero de 2013, 11:57

Precioso, Óscar, estremecedor y tiernamente entrañable, no apetece acabar la lectura.

Un abrazo.

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