Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Vienes
con la fiebre digital
de los unos y los ceros
pegada
al sueño torvo de la boca,
y yo recito los números ordinales
de tu espalda vagamente cuneiforme,
jeroglífica,
con la aritmética inequívoca del beso.

Vengo
como el sol que se persigna
los algoritmos
a intervalos de agua y ceros,
como la sombra que eviscera
su último espasmo de realidad
en la esquina más trampera.

Hay un animal binario
acechándonos
en cada lámina de piel
que nos monda la risa,
y un termómetro asustado
de su anfibia desnudez
que nos raspa los cráneos
sin didascalias ni ansiolíticos.

Nuestras manos, cuando
se cierran en una celosía
de dos, son como un caleidoscopio
que la luz dintela de prismas
acentuando
la rojez prolija de la lumbre.

Es trémulo el aliento de los cíclopes
cuando los ojos se besan tan impares
y tan de cerca que en nada pueden verse
ni distinguirse del blanco más ufano,
y tus dientes de acetona me chirrían
como escafandras al hielo
en la noche descuidada de los Vosgos,
allí donde el silencio es somnílocuo.

¿Para qué seguir con este juego metafísico?
¿Por qué no atajar por la galaxia más lejana?
Yo te encuentro las cosquillas
y tú me buscas el más difícil todavía.
Es inútil levantarse los ríos de la espalda
si luego los bandidos nos roban las valijas diplomáticas
en su idioma filibustero.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Podría haber vida
en la luna helada de Júpiter, Europa,
en las rayas de tigre de Encélado
o en los lagos de metano líquido de Titán.
Podría existir vida microbiana
en el desértico Marte
o en el planeta enano Plutón.
Podría haber vida
en casi cualquier coordenada
del ignoto y vasto universo,
en los lugares más recónditos
y en las condiciones más hostiles
para que prospere la vida
tal como la conocemos,
pero allí donde tú la perdiste,
allí nunca más volverá a crecer
vida alguna.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Como Nietzsche en su descenso a la locura,
yo también alzo mi voz y mi cordura:
dadme un caballo maltratado por el látigo
y me abrazaré a su lomo castigado
para juntos llorar las infamias
de este inhumano ser.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Te he buscado en el verde
vagaroso de las algas
de esqueje acrobático
y nostalgia plantar
y en los acantilados
de ríspida garganta
y voz de acuarela
donde rompen los mástiles
y las sirenas
en prófugas esquirlas de sal.
Te he buscado en la corteza
reluctante de los sauces
con forma de dríade
y en los helechos reacios
a la caricia de mi mano
–próvida mano mía en tu lecho marino–.
Te he buscado en las ortigas
y en las zarzas
y en las más rozagantes manzanas
del jardín de las Hespérides.
Te he buscado en la lluvia peregrina
y en la arena de las playas
y el eco de las caracolas
y en el azul incólume del mar.
Te he buscado en los faros astigmáticos
donde se asila, inocente, la mañana
en retículas de un ámbar mineral
y en la hiedra escrupulosa
que escala piedra a piedra los solsticios.
Te he buscado en la luz pretérita
de las estrellas más diáfanas
y en la naranja arábiga de los gramófonos
y en el edicto de los dioses que ofrendan
la vacuidad de su prosapia
al canope visceral del faraón.
Te he buscado en el musgo ojeroso
de mis noches más umbrías,
pero su tristeza era tan eterna
como eterno es mi decir de ti.

Te busqué donde siempre te he buscado
y nunca, hasta ahora, te pude encontrar.
Te busqué –una y mil veces,
                                  hoy, ahora, ayer–,
y por no hallarte,
conmigo me encontré
cara a cara
doblándome el brocal
de la mirada ausente.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Adoro la elasticidad del sol
cuando mimbrea su clámide pajiza
en la escotadura de cisne de tu cuello
y galvaniza, casi sin quererlo,
la torpe semántica del beso
con cátodos más fértiles que el pan.
                                                              Y te amará
con el silencio embrutecido de los párpados gemelos,
con los ojos desvaídos,
con los grises desviados
y un globo aerostático
soslayando el paradigma de tu boca
que pronto deviene muecín.
                                                 Y te amará
con el oficio singular de su rojo mayestático,
con el rosa impasible de su ausencia,
y esa luz que forrajea pájaros mecánicos
entre circuitos de lívida miel.
Y te hará volar, a ti, nube sedeña,
por un manto rosicler, y para entonces
no habrá nadie que descifre este poema
revirado entre sueños australes y sábanas
huecas, aún dormidas, aún por disponer.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Ella. Siempre ella.
Ella con la guitarra.
Ella en la ventana.
Ella bostezando.
Ella.

A veces se aleja de mí
para volverme rápido hacia ella.
Y la miro. Y me mira.
Y al mirarnos, un vuelo
de palomas blancas nos sobrevuela
los ojos agavillados
y un zureo candeal
remanga la sed nuestros párpados
como una voz que no se detiene
en el umbral del vacío
a esperar su eco, y así porfía
tu amor con el mío, con la dialéctica
exigua del trapecio, como la luz
enjaulada de una estrella decumbente.
Yggdrasil.

Juraría que alguna vez estuve aquí.
Juraría que juntos estuvimos.
Gravitando.
Yo te besaba muy despacio
y a ti nada te importaba.
El tiempo, sin ti, parecía
un árbol sin sombra
ni raíces.
Axis mundi.

Luego se fue.
Luego te fuiste.
Sin mí te fuiste,
soltándote de mi mano órfica.
Y el amor expiró
como expira un pájaro exótico
encerrado en una caja de zapatos
o el reflejo de las luces en el agua
con su tierna displicencia de nube desbastada.
Te alimento de gusanos, larvas y poemas,
pero ya no oigo tu canto de mimbre
enredándome los pálpitos.
Mas algo –un océano audaz,
una mácula en la retina nigromante–
quedó impregnado en mí de ella,
en cada uno de mis alvéolos,
como una mancha en el cristal
que no sale
por más que la frotes
de dentro hacia fuera,
de fuera hacia dentro.

Y me mira. Y la miro.
Ella con la guitarra.
Ella en la ventana.
Ella bostezando.
Y yo junto a ella.
Ella. Siempre ella.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 20 de octubre de 2015

La soledad es un espacio desordenado de palabras
donde el otoño compone, a tientas, tu nombre,
hoja a hoja, letra a letra,
bajo la atenta rádula del sol.

Como un hombro descalzo de pájaros
o un breve despertar del corazón.
Es el azar y su tejido disyuntivo –esto otro o aquello–
el que alumbra abecedarios de sangre en la nieve.
Yo tengo una pierna breve,
y tú un sordo laúd en la maleta,
y entre ambos, un silencio políglota
arrecia como un sueño interrumpido.
El viento enmudece en potestad
la coda torácica del otoño
con su inmarcesible romería
de hojas secas,
y de tus pies discretos
se infiere
la botánica del vuelo.

Tú eres el tren que nunca espera,
la sal en la lengua derretida,
y yo soy una tundra descreída
de su tenue piel de caucho.

Pero amor,
¡qué enfermedad tan cruda sostiene tus rieles!

No he podido olvidar
la canción impune de tus ojos,
su memorial de rayos oxidados
y ese azúcar de perros blancos
que es tu tristeza recidiva,
sin istmos, sin contornos,
ni siquiera cuando el silencio larval
me imponía su oruga draconiana.

Tu boca, al acercarme,
es como un ruido orgánico
que no deja de golpearme
en la vesícula, y no me llega
el tiempo de morir
a los pulmones.

Así te me apareces,
luna pálida de agosto,
como un orzuelo de luz
detenido
en la aleta del párpado,
tan próximo al sueño
que ya te he soñado.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Había un patuco tirado en la calle.
Había en la calle
un zapatito de fieltro blanco de niño
sin niño, tan solo y desamparado
como el pie que lo perdió.
¿Y por qué se dice a menudo,
y por qué de común se piensa
que fue el niño el que perdió el zapato
y no el zapato el que al niño perdió?
Porque este patuco –es necesario
decirlo–, perdió a su pie,
ese piececito de bebé
que un día lo calzó
y que –quién sabe
por qué extraño designio–
lo dejó ahí abandonado,
a la intemperie,
en el parque,
sobre el tocón de un árbol,
como a una seta
de ésas que tanto proliferan
a las puertas del otoño
o una hoja marchita
de las muchas que ahora empiezan a llover.
¿Qué habrá sido de su otro par?,
¿y del pie calzado?,
¿y del pie descalzo?
¿Acaso no habrá notado
aquel pie
su desabrigo?
Una de dos,
o al zapato izquierdo le falta su pie zurdo,
o al pie derecho le falta su zapato diestro,
porque no es cómodo calzarse
el zapato del otro pie.
En cualquiera de los casos,
uno de los patucos perdió a su gemelo,
y así se quedaron, impares
e inservibles, porque, como todos
sabemos, un solo zapato
no calza ambos pies.

Había un patuco tirado en la calle.
¿Dónde estará el pie que lo perdió?

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Ningún ángel puede curarte de tu nombre.
Paul Auster

Y su voz cayó
como una prenda silenciosa
en el regato de la noche.
Y a su voz se le soltó
el punto de una media
en la carrera delictiva
de aquel beso pensil
que despeinara
con su cintura caligráfica
la recta afonía del amanecer.


Cuando la tristeza
atrofia el áspid
de tu laboriosa zambra,
el ojo afloja su pereza
de ser ojo
y esférico
y redondo
en una lábil filigrana
pegada al rostro enmarañado
de un sonido gutural
y la sonrisa ciliar
enarca su muda escultura
de estalactita
con una serenidad disuasoria.

Tu amor retracta
todos los matices del rojo
hasta el diapasón,
y yo ya no sé cómo domeñarte
los veranos intangibles
de esa nube
sazonada de vértigos.

Nos salimos del espectro
más sanguíneo
para vaciarnos las costillas
de piedras necias
y arrojar algún que otro billete
desgastado
al hambre del contenedor,
donde la pobreza construye
su refugio antiaéreo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Respirar es aceptar esta carencia de aire.
Paul Auster

Se ha materializado el mar
con todas sus fibras verdes
en la víspera de mis ojos,
la boca apostrofada de varices
y una núbil amapola
en el respingo del tapir.

Es el lapso audible
de una tormenta envarada
de pedrisco, el silencio
desprecintado de su terca
y muda realidad, aquello
que te compele a la inmanencia
con el resorte biliar del líbero.

¿Para cuándo, Señor, un poco de cordura?

Golpeas los nudillos
contra la piel inflacionaria
de tu celda y el chasquido
lastima el tímpano sedicente
como una orquesta de huesos mollares
donde la sangre maniobra su lenta condena
en pepitoria.

Ya no quedan órganos que tejer
en esta cápsula de vidrio
donde la música clausuró su cisma
de suave mónada.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 7 de septiembre de 2015

No es inmune tu belleza
al buido filo de mi espada
si el corte hiere donde sana
y el apósito la sangre no restaña
en su eterno dolor de no ser agua.

He demorado la materia oscura del tiempo
en mi órgano más opaco
para poder desdibujarte la sonrisa cibelina
y al trasluz contemplar la inmensidad
de su entero mar diáfano,
y en ese oleaje disyuntivo que es tu boca ciega,
ora azulocéano, ora azulcobalto,
allí donde el beso nace incardinado
a las vertientes más etruscas del orgasmo,
rebasarte, uno a uno,
dedo en mano,
los colores banderizos del verano
con su dúctil periferia de batracios
sin apenas un rasguño de sol.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Y el universo se inició
como en el oratorio de Haydn.
Cántico cósmico’, Ernesto Cardenal

Le llovían estrellas mordidas del pelo
como luciérnagas de un metal raro y celeste,
con vetas incandescentes que ardían fuego
en los élitros calcáreos –de la misma textura
que el azul oleoso y coralino de los cielos–,
o cuantos de antimateria.

Este pulgar de homínido creó el cielo
y los cohetes de chorro a propulsión
como un paraíso fosilizado
aferrado al árbol de su cola prensil,
y qué pequeños éramos entonces,
y qué grises y descoloridos nos veíamos
bajo la luz procrastinada de las estrellas,
sólo un poco más jóvenes que ahora.

¿Pero qué es el tiempo y qué representa para un homínido?
Los arquetipos alargaron su silueta de espagueti
–masa crítica– en la paradoja del abuelo y así fuiste
rotando como un toroide en su disco de acrecimiento,
bien conservado el momento angular. El tiempo
sigue discurriendo inexorable para mí, como una lluvia
nunca satisfecha de su permeabilidad, pero tú, amada mía,
has detenido todos los relojes en el segundero, como si te hubieras
subido a ese tren (EPR) que viaja casi tan rápido como la luz.

–¿pero adónde viaja la luz, y por qué viaja, así, tan rápido, que nada
ni nadie puede alcanzarla?, ¿adónde irá la luz con tanta prisa?–
Zenón, Aquiles y la tortuga. Masa igual a energía.
Yo moriré, y tú seguirás brillando. Con la luz
seguirás. Brillando. Eterna amante brillarás.

¿Podrá desintegrar el tiempo
este entrelazamiento cuántico
o seguiremos moviéndonos en la incertidumbre
como dos corpúsculos
unidos por un mismo azar
con la inviolabilidad latente de una ley física?

El bebé nació al tiempo
como un nuevo y primero Big Bang.
La vida empieza con cada vida que nace;
en cada vida, el tiempo vuelve su contador a cero
y el universo y el espacio se crean de la nada
expandiéndose hacia la nada más algente.

Te lo confieso.
Qué bien me hace este estar lejos de mí,
de lo que soy, de lo que fui,
de la escarcha insoluble de la vida,
así, tan breve que no puedo recordarme,
tan breve que ya he pasado –y tú no me has visto pasar–,
con el corazón henchido de gándaras
–tan zurdo que nadie ha conseguido nunca adiestrar–
y el crisol opaco del profeta.

¿Qué es este vacío sublunar que tanto me llena,
esta dulzura de ser el todo y la nada y flotar
como un astronauta exiguo en el espacio
sin ningún punto de anclaje o fuerza centrípeta
que me ate a lo terreno?

Lo sé.
Son tus ojos, que se cierran
como música callada al colapso
de mi estrella. En tus ojos
la luz viaja sin curvaturas, como
la elipse de un planeta crudelísimo
o el embrión en su urgencia de ser.

Es la levadiza piel de la materia
que se abre, tumultuosa, a tu iris
–¿y acaso no es tu iris una canica irisada,
pequeño y fiel universo
inmenso
como cualquier otra gestación del cosmos
que esta existencia mortal mía
tan insignificante, tan inerme, tan efímera
nunca se verá saciada
en su inagotable necesidad de conocer?–
como una pulpa silenciosa
y palpitante, superficie estremecida
por la fuerza de marea y el tirón
gravitatorio de este agujero negro

supermasivo
al que hemos llamado, ingenuamente, muerte.

                              –pero la muerte no existe, la muerte eres tú
                                                                   y tú eres mi combustión nuclear,
                                                                   mi singularidad,
                                                                   mi metal conductor,
                                                                   mi nebulosa coloidal
                                                                   y mi todo más vacío,
                                                                   un espacio desierto entre dos mundos,
                                                                   electrón y protón,
                                                                   positivo y negativo al fin unidos
                                                                   en un mismo y sólido núcleo
                                                                   por el canon de un órgano tubular–

Tu amor es un halo verde que esplende la atmósfera
de partículas divinas, como el viento solar
cuando golpea el campo electromagnético
de la Tierra, y los polos
son imanes que se atraen los opuestos
girándose el tótem, mutuamente,
hasta el borde más estéril del tiempo.

Ella siempre será ese número primo
en la música armoniosa de los átomos
que danzan su esférico compás binario,
y su amor –ese amor que es onda
y es partícula, que es caos y entropía,
anomalía gravitatoria, horizonte
de sucesos, constante cosmológica,
dimensión incierta y desconocida–
resonará en la fría eternidad
como radiación cósmica
o estática de radio, principio
sin principio, final inverso y revertido.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 6 de agosto de 2015

Como un exiliado de su propia sangre
o una canción remendada.
                                    Yo amo mi sed,
su canje de sombras,
sus gárgaras de luces lácteas,
                           esta báscula femoral
donde los líquenes raspan.

                              Recuesto mi llanto
en tu regazo de praliné
para domarte las vértebras
y los bufones de las rocas.

Yo te amaba sin amarte,
como un alfabeto ciego
que rebosa el croché de la boca
hasta el último tango.

Aquí acaba el círculo
                                con su ave fría
y su tierna voz de alambre.

Lo que venga a continuación
ya no será mío.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 1 de agosto de 2015

Cuántas piedras dejó la sed
en la boca sucia de los peces.
Cuántas ampollas reventaron
por estos ríos negligentes
                  sin émbolos o rodetes.

Tu tristeza me              perfora
las arandelas de la piel
como una fauna autóctona
          difícilmente gobernable
o una nube encarnizada
       en su aliento de mimbre.

                     Eventualmente
te disfrazas en mi nuez
con números ordinarios
y un genitivo muy disperso
a la espera de algún mordisco
            más blando que el mar.

                                Este pie
tiene una orilla gemela
donde rezan los hidalgos
                  al filo del verdín
y un escorzo de hormigas
y un manantial decomisado
de halógenos.

Saborea la ternilla
                             ahora que el dilema
aguanta la presión
                             y la goma reseca
los órganos superlativos.

Se me impone,
                        una vez más,
tu tacto invisible, tu luz
              detenida de cenotes
como una refriega esquimal
o una pared idiomática.

Qué próximo está a vivir,
       me digo, al fin,
esta podredumbre sin tierra.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 30 de julio de 2015

Pienso en el día en que los caballos aprendieron a llorar.
Antonio Gamoneda

Podríamos volarnos los colores de los ojos
con la punta afilada de un lapicero
y emancipar así la estrella desarmada
de su jerga inútil.

Sería casi como sentir en la boca
la geometría azucarada del agua
con su demótica de serpiente de río
y sus fractales rotos y sinceros,
o desatar las cinchas dactílicas del trueno
por las plaquetas insepultas del tiempo
y destrenzar estos flashes hiperbólicos
de sus rectos aguaceros.

Yo tengo espinas en la espalda
–mil y una–
que muerden a los pájaros
de frutos amargos
y plumón en retroceso
y un nido de abejarucos
que me acribilla la noche repentina
con su calostro traspuesto de pérgolas
y un violín receptivo a la lluvia.

Los caballitos de dientes de metacrilato
y lágrimas cabareteras
rechinan tremebundos en tu noria
mientras los gatos cítricos son devorados por el asfalto
y están muertos y parece que durmieran
con aquellos ojos freáticos tan suyos
donde nunca más asomará, rapaz, el hambre.

Y así se nos va revelando la hermosa cicatriz del recuerdo
con su acústica de estrella liofilizada
y esa rima paroxística de púgiles enfermos,
y ya no cabe más amor en este puño trémulo,
y mientras discutimos sobre cómo ponernos de acuerdo,
la vida se nos pasa como el sueño rápido de un perro.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.










Sucumbí al encanto de tu mar
y me precipité en tus acantilados verdes,
y en ese hórreo de tristezas que es tu verso eterno
me hice bosque nómada y luna percentil
y trisquel de lluvia sedentaria
                                                  y casariega.

Estuve en tu ciudad, pero en tu ciudad no estabas tú.
        –Gijón, elogio del horizonte, Picu’l Sol–
Yo debería estar viviendo en esta ciudad tuya que
en realidad nunca fue mía, y por eso ahora que estoy
aquí me resulta todo tan extraño, nuevo, desconocido,
deslumbrante como el color que nunca se ha visto.
                                                                          Siento
que esta vida mía no es mía, que no me pertenece,
que fue escrita para otro, otro yo tan distinto del que
debí haber sido –ser contigo– que no parece el mismo.
A veces me siento un intruso en mi propia piel, un ladrón
de cuerpos, un impostor
de vivencias, un viajero envejecido que perdió su camino
                                                           mientras te buscaba
y que ahora ya no sabe cómo regresarse.

Luego, cuando ya me iba,
encontré el lugar donde te hiciste aquella foto
–y nunca te pregunté dónde era, cabo Vidio,
         mas algo dentro de mí lo sabía, presciencia–,
pero en aquel lugar no estabas tú, tan sólo
se escuchaba el viento rugir
como si quisiera empujarme a la fatalidad
con su loco albedrío.

Y aun así bordeé el angosto camino que recorre el faro
                                                            sin mirar hacia abajo,
hacia el imponente acantilado que me llamaba con una voz
tan parecida a la voz tuya, una voz que ya casi he olvidado
                                    como se olvida todo lo que se fue
no habiendo sido.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 19 de julio de 2015

Era agosto aquella tarde solitaria de orugas en la hierba
y calor pegajoso en los soportales, y nos besábamos
con el arrebol paralizante de un pararrayos, fúlgidos
de amores y esplendentes en nuestra carnosa tozudez,
tan frágiles y vergonzosos como cuando éramos niños
y cerrábamos los ojos –¿recuerdas los dos rombos?–
al ver una escena de sexo –y apenas se veía nada, un pezón
vislumbrado al trasluz o una teta hábilmente tapada
por una púdica mano y unos dedos crispados sobre las sábanas
túrgidas, y luego, ya en el clímax, un muy oportuno fundido a negro–
en aquellas películas de romance y de acción de los ochenta,
tan ingenuas como el tiempo que nos tocó vivir.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 17 de julio de 2015

Tú y yo inventamos un lenguaje
para olvidar el que a todos de niños nos enseñan
–¿recuerdas?, como las hermanas Brontë
en su infinita tragedia, o Vladimir Nabokov,
con sus coloridos arlequines y falenas–,
un lenguaje de signos, que no ciego,
con sentidos y sinsentido,
un lenguaje (zoo)ilógico
para que ningún animal pueda enjaularnos
en sus barrotes de cuerda cordura
y cruel alienismo,
con su semiótica de pez volador
y su curva dialéctica de erizo;
un lenguaje, en definitiva,
para entender lo que nadie sabe
o intuye saberlo
–como enumerar todos los matices del blanco,
o destramar uno por uno los hilos del negro,
o adivinar el hipo del grifo–
y aprender a callarlo.

Para qué necesito hablarte,
me digo,
cuando puedo leerte con los labios
y decirte te quiero sin decirlo
y enmudecer de amor en tu silencio,
si lo que se calla es más importante
que cuanto se dice
y lo que se dice pierde de inmediato
todo su valor
por el hecho de ser dicho,
y no siendo ya más tu secreto,
–el secreto tuyo, el secreto nuestro–
es vana la palabra y vano también el deseo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 12 de julio de 2015

Huyes de ti para alcanzar verdades que no existieron nunca.
Antonio Gamoneda

I

Durante un tiempo,
que diremos nuestro,
la tristeza permaneció fiel a su memoria.
El cielo abolido de los cátaros
se nos abrió como una urna azul celeste
o un buzón de cumbres, altivo ruiseñor enamorado
de su fría escarcha. Luego un dedo perdió su alfiler
voladizo en la noche sin tiempo de los girasoles
y ya no hubo cencellada bajo las axilas
ni otro relámpago más certero que el beso.
El mar, con todos sus despojos verdes, flotaba
como un espléndido castillo –Neuschwanstein–
o un conglomerado de dientes, y la nieve de los párpados
lentos pugnaba con el rojo intenso de la ciudad
por diluirse en las celdas narcóticas del sueño. La noche
es otro lugar, me dije, algo beodo todavía, un traje oscuro
de lo más ceñido. Quizá podamos encontrar juntos
un lugar donde llorarnos.

II

Hacía tanto calor allí dentro que las lágrimas se secaban
en las costras de los ojos. Las moscas reían a los niños pobres
–pobres niños– del basurero, y los candados de la sangre
apenas cerraban sus puentes colgantes. Un metal fundido
resbalaba por la dureza mineral de sus ojos cilíndricos, y en el iris,
una efélide blancuzca ovalaba la entera circonita. A través del cristal
esmerilado de los súcubos, aquellos dioses griegos se vestían
de números primos y enfermedades vectoriales, y, por
completo ajenos a toda aquella inmundicia, espantaban
a los niños pordioseros con venablos bien agudos y ofrecían
el néctar de su cornucopia a las moscas.

III

Ya está.
Te despierta la mañana
con su lengua estropajosa,
de gato hirsuto y callejero,
y sólo piensas en follar.
Pero el vómito es demasiado rápido
para regresar directo al estómago,
y tu polla no está erecta.

IV

Ah, sí. La belleza.
Me roza con sus antenas grotescas
y esos pingües cosméticos de olor ducal
y empiezo a sentir asco y repulsión
y ganas de exterminar hasta el último querubín
de Murillo; me siento asqueado, sí,
y nauseabundo y un alien homesick,
y soy, de pronto, el más despiadado asesino,
Baruch Spinoza, Jesse James o Robert Ford,
cada vez que veo un mosquito
pululando por la pantalla del ordenador
y sólo pienso en aplastarlo
y en estampar su negra mancha de bicho asqueroso y repulsivo
sobre el blanco inmaculado de mi bloc de notas.
Y así puedo, por fin, empezar a escribir, libre
de distracciones, por fin libre.

V

Te veo venir, y te pareces, qué sé yo,
a los moluscos de cuernos translúcidos
que viajan en el vientre de la bestia
esperando sobrevivir a su digestión,
o a una libélula que se acerca al hipogeo
carente de náuseas, con el hocico fláccido
del níspero y una tristeza retráctil. Su
banquete de colores sería un infierno tártaro
para el capricho veloz de una sombra paralela
si no se fundieran antes los casquetes.

Vienes a mí, descalza, como nube pasajera,
con la prisa azul de un mocasín
colgado del cable del telégrafo
por algún pandillero nostálgico de las alas
que nunca se tatuó en los omóplatos.

Y me hablas con el acento garrapiñado de la lluvia
cuando espolvorea canela en polvo y azúcar glas
sobre la inflada levadura de la tierra,
y la tierra huele a café recién molido
y a fruta confitada
y a stracciatella.

VI

Su música me seguía a todas partes
como pisadas en la nieve,
con un granizado de pájaros blancos
en los tacones y un bosque muy oleoso
y craso en las puntillas danzarinas de los pies, y,
en los talones, una noche americana.

Cuando el párpado delicado de la lluvia
agriete la luz afónica de aquel faro,
ella sabrá que estoy allí, luna raquítica,
y la querré con un amor sin fisuras.

VII

Hay corazones que son como una iglesia en ruinas
donde el musgo reverdece la piel granítica del tiempo
y la hiedra se eleva como una plegaria silenciosa.

A veces me gustaría masticar las raíces de tu árbol viejo
para reposar como un planeta inmóvil, y sentir
que no soy nada, como quien tiene un don y no lo usa
porque prefiere la épica del fracaso al ocaso del héroe.

VIII

//Rebasa saber –te–,
–te– alaba la bala
aérea//

Tu ingravidez es monodosis, un juego pítico
coronado de serpientes, la risa limpia del oráculo
o el barbero demoníaco de Fleet Street; un musical
sin trampas ni trampillas ni deus ex machina.

IX

Líbrame de abril,
terminó por implorarme,
allí en medio del lecho marino,
entre algas filiformes y chapapote,
y yo no supe qué decirle
para hundir su cabeza en el agua.

Haz como cuando nos conocimos en aquel bar
y nos dijimos esas cosas que se dicen
para quedar bien
aun sabiendo que nunca se cumplirán;
ámame.

Quizá mañana,
mañana tal vez.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 8 de julio de 2015

Dios te escribió con el trazo imperfecto de la carne
y la ciencia (del sueño) obró el milagro de resucitarte.

Cuando el tiempo era un espacio en blanco
en la blanca espuma de la vida
y la primera luz aún no había prendido
con la incipiente promesa de un parto,
yo ya escuchaba tu vientre de alondra
revolotear
en el silencio antojadizo de lo por venir,
y podía reconocerte –sí, podía–
en cada uno de sus minúsculos latidos,
como esas canciones que ya sonaban
mucho antes de yo nacer, y que uno pensaría
que fueron expresamente escritas para él.

–qué fácil es dejarse engañar
por la ilusión de un destino amable y bondadoso–

Cuando el mundo era demasiado joven para contarlo
y ni los pájaros musitaban su eterna migración
de tantos y tan largos veranos, yo ya sabía
que de entre todo ese abanico de probabilidades
tú eras el número más real, el boleto premiado
en mi desafortunada lotería.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 6 de julio de 2015

Adéntrate en mí, me dijo, así, veloz
como una ardilla, con el labio malherido
de caricias y el frío candente de los días
que fuimos dejando atrás.

Un cielo indultado de anís
con su gramola de pájaros en almíbar
y un fundíbulo de nubes narcotizadas
por la tragedia del rojo.
Algo tan absurdo y banal
como un oso panda con trompeta
o un cardumen de tórtolas.

Mírame en el sol que declina,
en la lluvia decantada, en esos ribetes
de viento que transmutan la ácida sustancia
del recuerdo por una pústula más amable.

Sé que no volverás, pero he imaginado
tantas veces este momento que ya no me alivia
la espera, sé que me voy haciendo llanto audible
en tu fantasma, en lo poco que va quedando
de ti en mí, y créeme, así es mejor. Por favor,
no me quites este placer, este picor, esta agonía,
que hasta a los condenados a muerte
se les concede un último deseo –the last supper–.

Duérmeme con el frío premonitorio
de los ojos que se advienen pronto al sueño
sin saber cuándo volverán a despertarse
o si despertarán siquiera, si esta noche será eterna
o si habrá un mañana esperándonos
junto al Faro.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 2 de julio de 2015

Camina solitario como el vaivén de una ola
sin esquinas que redondeen su desnudez.
En esta orilla solícita todo mar es gentil y toda
oda cae de espuria. No hay necedad en el batir
de la espuma, por más que los acantilados rompan
pábilos de estrellas y la noche se acurruque
como una cresta de gallo.

Todo arranca con el silbido del tren
y su rodar metálico y su humo metafísico.
Las maletas se deshacen en hoteles
de neón y las piernas se apean solas,
sin estribos ni pináculos. El viajero
no lleva alforjas a la batalla ni aristas
que le arañen los bolsillos.

Es austera la ecuanimidad del terciario,
con su vena agostada y su pobre
mansedumbre de animal doméstico.
¿Y qué me dices de la lluvia esquelética
que danza en las farolas como un perro
sin raza? En la oscuridad bulbosa,
incluso las costillas tienen alas.

Hay moradas más urgentes que la nieve
y anatemas sangrantes y llaves que sólo
abren colirios en la tundra. Duele en la
boca el aliento empenachado y duele
también en las vísceras sin plumas.
Nunca un pálpito desfloró a una vestal
ni un suicida rebañó la pólvora. Tu
silencio está en la equidad del silbato,
en la travesía imponente de la hélice
que amenaza con partir el cielo
en fósforos de nata.

Y el sol que se esconde en el maléolo
de las muchachas de tez oscura como
una música rala y afrutada.

Todo beso es el embrión de una naturaleza
aterradora; en el amor se alfombra la sordidez
del firmamento, su fría atmósfera azul sin
glaucoma. No hay fronteras en el desierto,
si acaso un oasis hermafrodita. Visiones
de arena y sal. Espejismos fluctuantes. El
destino se incuba como un feto fosilizado
o una larva sin mandrágora ni esquejes;
en cada autopista, racimos cromáticos
y encrucijadas de cuervos.

¿Qué hay más honesto que la muerte?
¿Qué hay más real que el vacío?
Sólo el dolor que nos recuerda lo que somos,
y lo que somos es lo que fuimos.
Nada.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 1 de julio de 2015

Nunca he sabido
por qué los cuentos infantiles
son tan terroríficos
o por qué en vida
no se nos pasa una
y luego, al morir,
se nos perdona todo,
hasta lo más ruin.

Nunca nadie me ha explicado
por qué en los semáforos
hay hombrecillos rojos y verdes
que caminan sin dar un solo paso
o por qué en invierno los cristales
se empañan de una música húmeda
tan parecida al amor.

A veces pienso que esta tristeza
es la promesa abuhardillada de una canción
que se resiste a hacerse lluvia
–dicen que las gotas de agua son idénticas
unas a otras, pero mientras caen no tienen color
ni forma y al caer hacen distinto ruido–
o de una calle enamorada de su soledad.

A veces se me hace tarde
para decirte lo pronto que te quiero, para decirte,
amor mío, si no hubiera un nunca o un mañana o un después,
siempre tendríamos este ahora para amarnos el ayer.

A veces, simplemente,
esta tristeza tuya se me hace tan mía
que la piel no me abriga ya los huesos
y la vida no me da para vivirla.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 30 de junio de 2015

No sé qué nombre tiene el aire
que encoge en la vecindad de tus muslos,
si es albatros o azor,
ataurique o acromion,
o acaso un verde más políglota,
pero para mí lo quiero yo aspirar.

Y a veces ocurre
que la nieve cae en la boca
como un rojo azucarillo
o una música derretida de peces
y que las estrellas compungidas
lloran a la luz incompleta de los muertos
como un postigo abierto a la lluvia
o un pájaro astillado de sombras.

A veces todos quisiéramos ser otros
y biselar el delicado párpado del sueño
con el plomizo retumbo de las áncoras
o la oquedad sensitiva de una rodilla
doblada a la sinergia de su cuña
y maniatar, sí, maniatar
la vidriosa afonía del beso
con todos sus blancos sabáticos
y sus bisiestos desmayados.

A veces el álgebra valiente de los faros
desafía a la lluvia insubordinada
como un craso epitalamio
que acanala su felino instinto
en una soledad sin brillo
o en un idioma de zánganos,
y mientras esa lluvia in-continente nos trepana
con su inagotable tracería manuelina
y su dócil silabario de cofrade,
un mar enfundado en añiles onomásticos
arponea la industriosa maraña del pesquero
y el gris acárido de la ballena
repica su mostaza sobre nuestras algas
como un amuleto de hormigas negras
o un clítoris mutilado por la rabia.

A veces el mar es la indefinición de unos ojos
capitulados por el miedo, la resonancia límbica
de dos ombligos unidos por un mismo tabú,
el apéndice venial del cuarto oscuro
o la piel huidiza del agua que ondea su rostro undívago;
algo que existe sin ser ni ser visto.

Inaprensible/Incognoscible/Irreal.

Y a veces ocurre que el sol se inflama tanto
y arde tanto en esteroides
que estrangula al aire fúsil
como un león rampante y pantagruélico,
con sus rubias guedejas explayadas
sobre el friso heráldico de su linaje,
y no hay zarpazo que blasone
ni rugido que someta
a la fiera circunscrita a tu presencia.

A veces yo quisiera dis-traerte, azulocéano,
a este mundo desistido de colores
como un edificio que se desploma
piedra a piedra,
ladrillo a ladrillo,
cachalote en cascotes devenido,
y pigmentar todas tus ventanas
–sin vistas, sin nubes, sin polígrafos–
con algo parecido a la sangre
que gotea de mi nariz
como un embrión desvestido de vitelo
o polvo de cantárida.

Y entonces ocurre que me rebullo en la tristeza,
yo, ectoplasma de órbitas irregulares,
sombra postiza y ortopédica
que siembra surcos áridos en la cosecha
para atraer manantiales de cuervos,
y el tiempo empecinado se me llena de gazpachos,
y es el amor la lluvia póstuma de todos los que se fueron
y son sus dedos de azúcar el pie vendado de nuestro cautiverio.

Porque sé que es imposible hacerte piel, voz, cuerpo, olvido,
yo te acaricio y te hablo y te abrazo y te mimo,
y cuando siento que ya no estás, que te has ido
–adiós a mi aleta caudal, adiós a mi impar monosílabo–,
entonces en tu nuca me acuno y me arrodillo
y bebo de tus manos ríos agros,
y por fin soy yo, más tuyo que mío.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 26 de junio de 2015

Como los números de teléfono
de las películas americanas
que empiezan por el prefijo 555,
o los códigos postales de los concursos televisivos,
que siempre son palíndromo,
hay algo circular y repetitivo
en el vivir.

Los años me han enseñado
que en esta vida todo es cíclico,
que todo vuelve y todo se repite
en un bucle infinito,
así como el tonel de las danaides
o el mito de Sísifo,
que la piedra con la que tropezaste
será la china en tu zapato,
que el escupitajo que lanzaste al aire
caerá sobre tu cara
y que el agua que no bebiste de joven
saciará tu sed de anciano,
pero aquel tren que dejaste pasar
hace tantos años, aquel tren
nunca volverá
para llevarte a su estación fantasma.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 24 de junio de 2015

Yo sé del vacío musical que deja el beso
en la tibia comisura de una lágrima
y de esa luz que, indecisa, pestañea
en la plica afortunada de unos labios
sellados por el lacre más salino
y el más acre marchamo.

Yo sé de esa ortiga áspera que es tu voz
cuando restriega sarpullidos por mi torpe piel de hiedra,
y del pálpito otoñal que desbraza árboles y huertas
con un grito más audible que el color de los patios cordobeses
cuando en mayo se engalanan de festones y macetas.

Yo sé de las noches alófonas
que se retuercen en mudos escarceos
y de las estrellas híbridas de pencas
que giran sin contornos, precintos o vitelas
en una ingravidez tumultuosa,
como chatarra espacial.

Yo sé del grave acento de la lluvia
cuando destiñe los calcetines de los perros
y las patas numismáticas desparejan una a una sus pezuñas
en una tristeza reciclable
y los charcos vitorean su impoluta suciedad
en lunas acrescentes y en postales sin señas ni membrete
y la hierba simula un verde más austero.

Yo sé del sincretismo animal
de las lenguas que se retan y aparean
en una jerga de reptiles y equinoccios
y de las nubes que mudan su ebúrnea cabellera
por una mirilla más pluviosa,
y de la coda presumible,
y del rebalaje achampanado,
y de la crestomatía de corales
que trae aparejada consigo la marea cuando sube
y tu cintura evade y vadea con una verónica torera
el rojo taurino de la canícula.

Yo no sé nada,
pero sé cómo abrazarte
para que tengas menos frío,
y sé cómo besarte la boca
para decirte "te quiero,
no me olvides"
en tu mismo idioma,
que es también el mío.

¿Qué será de tu Faro y de mi estrella sigilosa?
¿Qué será de lo que somos y de lo que fuimos?
No lo sé.
Nunca lo he sabido.
Tal vez tu Faro y mi estrella nunca brillen juntos,
o tal vez por siempre juntos enmudezcan.
Nunca, siempre; luz, oscuridad; vida, muerte.
Quién sabe, si el ser es dicotómico
y el estar –aquí, ahora, ausente– es breve epifanía.
Si al final será lo que tenga que ser;
sea, pues, ahora, suerte mía.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 23 de junio de 2015

¿Puedes oír el estallido incoloro del relámpago
en el tuétano amanerado de una avispa,
su aleación de quark, espalto y napalm
y su calambre prodigioso de gaviotas,
o cómo tremola la prolija arquitectura de la araña
en la acidez de una uva pasa?

Es el pronombre gutural de la vihuela,
son los truenos que arden sin carisma ni mofletes rojos
en un sueño emulsionado de lampreas
o en el cloroformo apaisado de esas nubes
que adormecen el párvulo horizonte
con su carótida renuente al sangrado
y un funambulismo de gorriones.

–o tal vez sea la pereza de una lágrima que se resiste a caer sin ser vista–

Ya está aquí la voz acalorada del tentáculo
con su indulgencia de caníbales y ostras,
el cielo impostor,
el amago negruzco de la sepia,
la edad limítrofe de los cartílagos
y esa venérea inclinación por las marismas
que sienten los cuerpos refulgentes del membrillo
con sus vísceras regurgitadas
y el sonoro relincho de las próstatas enfermas.

Se nos cruzó una tanqueta
en mitad del intestino
con el labio enfurecido
y un escupitajo simpatético,
y a la luz esterilizada del miope
deambuló por toda la alambrada
sin una percha de compañerismo
o un bidón lleno de esperma.

Ayer cantábamos una canción desenfocada
a la parda tonadilla del verano
cuando la música se nos hizo aguanieve en los labios,
y desde entonces el viento no ha dejado de silbarnos.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 5 de junio de 2015








Saludos a todos. La entrada de hoy no es un poema, pero es sí es poesía, en su más amplio sentido. Hoy os voy a hablar de un proyecto modesto, sí, pero también ambicioso que he decidido acometer en solitario, a la espera de que alguien más se me una. Quería invitaros a todos los que me seguís (Taty, Mariano, Marisol, Liz, Cita, etc.)  al Foro de Poesía El Parnasillo, y digo el foro, no mi foro, porque mi intención y mi deseo es que sea el foro de todos, que todos os sintáis en libertad de expresar vuestras ideas y pensamientos sin ningún tipo de censura o cortapisa más allá de las que imponen el respeto y el sentido común. 

Sin más preámbulos, aquí tenéis la dirección del foro: http://elparnasillo.foroactivo.com/

Confío en que sea de vuestro agrado. Recordad que aún está en fase de construcción. Estaría encantado de que participarais y de que me dierais vuestras sugerencias, porque este foro lo podemos hacer entre todos. Ésa es la idea.

Gracias por vuestra atención. Os estaré esperando allí.

Óscar Bartolomé Poy

miércoles, 3 de junio de 2015

Y ése que dicen que soy yo
no soy yo
ni es nadie
que tú conozcas
o debas conocer,
una sombra deshabitada, tal vez,
o un árbol feo y mutilado
o un dios harapiento,
o puede que un juramento roto y vencido.
Olvídate de él,
si es que alguna vez lo amaste.
Es vano llamar de tú o de usted
a lo que no tiene nombre
ni nació para ser nombrado.
Por más que te empeñes,
lo que nunca fue
no habrá de ser.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 25 de mayo de 2015

Me arrojo al fuego benefactor
con el frío acalorado de las jarchas
en duermevela
y una tachadura de moscas
en los párpados azucarados
como hexágonos de miel.

Eres rosa de la victoria,
rosa libertina y victoriosa
en el color espermicida que transgrede
la envoltura plastificada
de este paisaje sibilante y torcal
que rompe la ataraxia del agua
con todos sus gérmenes.

Era oscura la noche,
de una oscuridad impronunciable,
oscura y negra como el miedo de los niños
a las mudables asechanzas de lo onírico
o al nepente que se teme porque se ignora.
Llegó del espacio exterior,
de los ríos de metano líquido de Titán.
Llegó espolvoreado en un halo verde cetrino,
chamuscando la atmósfera con su gas ionizado de meteoroide,
y al aterrizar dejó un cráter de lombrices en la superficie rocosa.
Era un amasijo de nudos y cuerdas y úlceras sangrantes
y le brillaba un disco de soles muertos en las entrañas.
Tenía protuberancias en los ojos verrugosos, de un amarillo
micótico, dos negras depresiones a cada lado del cuello
como ventosas palpitantes, aletas dentadas o branquias
que nebulizan vapores tóxicos, pelillos albinos
como los que dejan los hongos al ser quemados y un cuerpo
hético y lampiño imbricado en escamas reflectantes, de pez plata.
Devoró la carne cruda de los hijos de los hombres,
se alimentó de sus córneas y de sus hígados necróticos
y adoptó su forma humana, y cuando estuvo saciado
de tanta escoria le brotaron esporas de la boca,
una espuma blanca como vómito de perro y nubes
fúngicas y sulfurosas; sedimentos de un amarillo tántrico
y fosforescente, una sustancia pingüe y viscosa,
como linimento, que hedía a cloaca y a muerte.
Orgánulos, larvas y tejido epitelial; gusanos
que lengüetean y cavan túneles en la carne putrefacta,
muelle y cianótica, en descomposición.
Un chancro de inmundicias.
Luego, un plano largo, interminable.
Descifrando su genoma, su doble hélice.
Citoplasma, nucleótidos y procariotas.
El oceánico esqueleto de una ballena expuesta en un museo.
Dos puntos que se besan.
Dos bocas que se unen en un mismo punto.
Apéndices vermiformes, hinchazón.
Eyaculan las endrinas positivas del lucernario
la cola verde de una loba boreal.
Y de pronto surge el terror en los eclipses.
Los tentáculos se adhieren a los tréboles de la baraja
como una sierra especiada de babas o la autopsia del molusco.
Oh, dios, cómo nos duelen los ojos.
Nos duelen las gargantas.
Nos sangran las encías, tan encarnadas.
Matamos a los monstruos y los monstruos éramos nosotros.

Ven aquí conmigo y contempla el infanticidio de los dioses
ahora que la vida se te escapa, el cielo lauto de un azul polímero
y enviscado en su afonía de gallos y esa avaricia de turba
con que azota la tormenta la sed negligente del mar,
como una playa estarcida de conchas y lapas y bisutería
marina o la nórdica melancolía de una canción de Sigur Rós.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Los días son muy largos como para no obrar de tarde en tarde un milagro.

Después de perderte
creció el vientre insolente de la lluvia
como un sapo nauseabundo
                               o un vestíbulo de náufragos
y desplazó la sustancia oleaginosa del recuerdo
hacia los números señalados en rojo del calendario.

Desde entonces
cada día era un obituario de pájaros resucitados,
de perros cojos en parques solitarios
y de algún que otro gato tuerto
enamorado de la lluvia.

La pereza se apoderó de las hojas del tabaco
y un humo albuminoso trepó por el orificio nasal
como una bocanada de díscolos fantasmas,
y de pronto estornudaron los relámpagos
del dólar con sus fractales alambicados
y aquella propedéutica del talco y la grisalla,
mientras el mar galopaba vagaroso
como una luna sin cimbel
o un colibrí ebrio de néctar,
más pendiente de su pálida desnudez de maniquí
que del impulso anatómico del aire.

Viajé al confín de la palabra
y retorné investido en metáfora;
en parte, sí, por tu demencia;
y en parte también por mi apostura
de poeta maldito que tú tanto detestabas.

Y al final me desvanecí
como un trazo de tiza blanca
profanado por el famélico arañazo
de la inconstancia, fútil como todo
aquello que de verdad se desea,
inútil como un dardo sin diana.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 16 de mayo de 2015












Nunca nadie vio un pájaro morir sin que pensara inconscientemente en echarse a volar.

Fuegos danzantes.
Nebulosa incardinada.
                    Mandalas.
Todas las posibilidades están aquí,
en este árbol yacente y suspendido
entre franjas de un cielo azafranado y malva
como una opalina burbuja a punto de desvanecerse,
con sus ramas implorantes tendidas al sol
                                       –de tan viejas, agostadas–,
y una leve propensión al llanto.

No hay palabras.
            Escucha.
No hay voz.
            Escucha.
Escucha su latido,
su pesado jadeo de gigante,
su telúrico gemido,              
           su botánica ciencia,
                 la profusa raigambre de caótica maleza,
su urdimbre sombría y babélica
                y acaso igual de solitaria que de incierta,
          su equilibro imposible de estilita,
          su endémica cosecha de oscuros nidales,
 la longeva geometría de sus pestañas
        de adusta mnemotecnia,
y la verde impudicia de sus hojas
otrora rozagantes
                        y ahora ya decrépitas.
Escucha este vasto silencio astillado
                         en prístinas secuelas
de un esqueje que germina,
                                         retoñado,
en el mismo corazón de la madera.
Aguza el oído y escucha su historia,
la que tiene escrita en cada uno de sus círculos,
esos círculos concéntricos que ahora tatúan tu brazo
como ondinas de un mar convexo.
Escucha cómo van creciendo en ti
sus raíces,
             su corteza,
                       su sombra quiescente,
                                      su terrosa nascencia,
                                  su laberíntico rizoma,
                    su umbría piel de musgo,
su bufanda de lluvia y cometas.
            Y mira cómo se eriza su vello
imantado por las yemas de tus dedos
                cada vez que con un soplo
–de la boca, un hiato; de la lengua, un diptongo–
estremeces su recia escultura
de tiempo, vástagos y brotes secos.
Mira y admira su reposo de largo y místico sueño
como si su nuca quisiera dormirse
             –eterna amante duermes–
en el canal angosto de tus labios
mientras le susurras una nana más antigua
que el más antiguo de los dioses,
                        cuando los dioses eran eidéticos.
En su corteza tallaste las iniciales de tu nombre.
De su fértil savia bebiste eterna vida.
Vivirás mientras él viva.
Morirás cuando él muera.
Tu destino está unido al suyo.
Sois uno y el mismo.

                                                    Pero escucha.
Hoy el sol pronuncia tu profecía con amorosa
cadencia y recita cada una de tus vértebras
con anatómica demanda
                      y precisión de sombra y cuerpo.

Ya casi hemos llegado.
Por favor, resiste,
           no desfallezcas.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 11 de mayo de 2015

–I–

Y los ahora vivos serán los futuros muertos,
y no habrá más tiempo
que el tiempo detenido de las estatuas,
y no habrá más lluvia
que la lluvia pétrea de las gárgolas.

–II–

Hágase la voz.
Muéranse los muertos.
Venga a mí esta locura
de las noches sin trasiego.
Que no me oprima el apremio
ni me apremie la albura de este sueño.
Y que nieve,
que la nieve sea selva negra
y muda afasia.
Y que caiga,
que caiga hasta la última luz derretida
de esta estrella congelada.

–III–

Su ahora es otra herida,
otra insistencia,
un refugio hostil
donde muerden las lanzas.

–a la nuca, acúnala,
a la luna, anúlala–

Bum, bum.
Late el agua.
Bum, bum.
Tela al agua elata.
(El agua infalible que permea la
sal en las líneas eneasílabas
de mi mano
con su pulsación serpentina
de polluelo hambriento
y ávido de dogmas.)

–la sal
desala la sed
y
apoca la copa,
la mina roba su sabor animal
–robaba a babor–,
la cal
ateza la zeta,
la col adoba la boda local,
y el rey ayer, ley,
y ahora caro hay
zócalo o la coz–

–IV–

Somos el último mar visible,
las olas a solas,
el valle que todo lo lleva,
el morar –enamorado– de la moda.

–somos
amar a la rama,
aroma a mora–

Ya sólo nos queda:
de la tormenta, el tormento;
del cayado, la callada;
de la vela, el velo;
del cosaco, la casaca.

–acaso cosaca,
a casa casaca–

Y el beso torrefacto,
y el ósculo y su ajuar,
y la reciedumbre de la anilla
que perdió su mano
y explotó de granos rojos la granada.

Algún día aluzaremos el azul
y azularemos la luz
de todos los anzuelos
que ondean su oriflama de peces
bajo el agua, y así podremos
pintar un color primario
que restañe la utopía de este verso
con alas fatigadas
y un capuz de sombra medio vuelto.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 8 de mayo de 2015

Tenía una cara detrás de la cabeza.
Allí donde crece el pelo tenía una cara maléfica
que asustaba con tan sólo mirarla,
y te miró.

La niebla verde me hirió los ojos
con su soflama anarquista
y un amor cegado a la ceguera.

Y divisé una nube inmóvil en movimiento,
una estática bala embalada en retroceso,
una galería de tiro en campo abierto
y una mentira verdadera.

Y divisé el reverbero del relámpago veloz
de la tragedia, el fugaz meteoro
y su ebúrnea cabellera,
la luz genuflexa del refectorio
con su celosía de pecados veniales
y su terca voz de enredadera.

Y divisé una sangre más roja que la muerte
y nunca supe si era tuya o si era mía,
si tú me mataste o yo te maté
o si fue otro el muerto
que yace enterrado a mis pies.

–Y me dijiste:
puedo sentir tu lengua en mi clítoris
como una música húmeda de libélulas
en el cielo violáceo de la masturbación,
y qué dulce se me antoja ahora tu felonía,
y con qué ganas me follaría hasta la última brizna
de tu médula–

No importa cómo se vista,
cómo te mire o cuánto sonría,
si es juglar o bufón,
o si lleva capa y bombín.
Aunque mastique y escupa tus huesos,
un ángel siempre es un ángel.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 3 de mayo de 2015

Porque, amor, tu belleza es un sueño
del que duele despertar, por favor no me despiertes,
que no hay nada malo en el soñar.

También hoy has venido a verme
con las costillas abullonadas de termitas
y ese timón de fortuna
que es tu voz sin témperas
ni piélagos ni ínsulas.

Fue temperamental la siega de las nínfulas
y el flujo ecuestre de los órganos
arrebatados a la mar
con ese tiple profiláctico
y su fontanela de batracios.

De ti he heredado el alfil de las pupilas,
el sultanato de los fósiles,
las lascas de un rubor herido por la piedra.

Nadie como tú sabe lo que es morir por una causa
más ajena que el destino, aunque el sabor de tu mirada
me hable de un azul intenso y celestino.

Tu voz doma los ríos
y quema los puentes
de todos los silencios
silenciados por el tábano
ardiente del fracaso.

Y los mares transigen la espera
y los acantilados no hacen cuenta de las faltas
y los búhos mastican el recuerdo
enardecido de las médulas.

El olvido es una maleta difícil de deshacer
cuando has llegado al orgasmo
y el orgasmo no te grita ni te escupe ni te ruega.

El amor es la parábola de un obús
que siempre yerra, la bayoneta
abandonada en la trinchera,
el asesinato superfluo de una flor.

El amor es una lente de contacto
que enrojece el ojo
sólo cuando lagrimea.

El amor es una luz articulada de pájaros
en la tarde prodigiosa que incendia
las estatuas de su dios mendigo,
o la locura embriaga de los cirios.

Y mientras te preguntas qué demonios es el amor,
la oscuridad te sonríe
como una enfermedad contagiosa
de libros y poemas
o un cuerpo desnudo de mujer.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 28 de abril de 2015










En el amor no existen las segundas oportunidades ni los primeros auxilios.

Tu amor es azulocéano,
tu voz es azulocéano,
tu aliento es azulocéano.
Toda tú. Azul.
Todo yo. Océano.
Azulocéano,
el calor de nuestro abrazo,
el color de nuestros besos.
Amor azulino.
Amar oceánico,
traslúcido, cromático, volcánico.
Amar allende el azul,
amor de ultramar
y lágrimas aguamarina.


Este amor es como tirarse de un tren en movimiento,
una carrera imposible en cuadriga contra la luz,
la eterna caída de Humpty Dumpty,
la fe del que se sabe perdedor.

Has aprendido a ribetear el silencio en cárcavas de miel,
a reconducir las olas a la orilla más cercana
y a devanar madejas de humo con tu lengua solariega.

Hoy me compensas el silencio con un canope de lágrimas,
me dices que me quieres, a contrapelo,
y sé que me reconoces más en lo que me callo
que en lo que te digo.

–mientras vas pisando los agujeros del parqué
y se te hunden los tacones–

Estas manos son los montículos de arena
que un día se atrevieron a desorbitar los lunares
de tu cintura y apresaron la luciérnaga
en su ráfaga dehiscente.

Me acechan los estigmas del verano
y los garzos de vuelo bajo.
Hay un prurito de silencio
en la piel atópica del verso.
Y lo rasco para volverme a rascar.
¡Ah, qué sequía pertinaz la de la lengua
que arremete en circunloquios!

Ahora cierra los ojos.
Sabrás que llueve porque las gotas
repiquetean su canción
–su monótona canción de lluvia–
en los charcos. Y hay burbujas.
Y croan las ranas.

Te pinté cubista en mi costa azul
para colorear los arlequines
de tu infancia robada.

Celebro todos tus no cumpleaños con un poema
para que no se nos muera de olvido este amor.
El tiempo no es más real que mi locura
y a la muerte le puse un nombre y una cura:
poesía.

–pero no nos salvará la poesía
de estos laberintos inconclusos–

El maquillaje era su filosofía del tocador
para noches clarividentes;
una sombra de ojos y un lápiz de labios,
todo su arsenal.

Déjame tentar tus labios con albricias
y promesas, con este susurro alípede
que clama a la salinidad de la boca
y su música de crustáceos, al retín
del champán y los labios descorchados
en un brindis oceánico.

Te beso,
y la gravedad colapsa el núcleo de mi estrella.

Te beso,
y me contraigo y me expando
y ardo y estallo y muero en supernovas,
y soy el rayo más brillante que a tus ojos cautivó.

–la sístole de un Multiverso,
la diástole de un mar inmarcesible–

Floto como una medusa azul en el azul meduseo
de los mares cálidos y me dejo vencer
por la lasitud de la nada y el vacío.

Este amor –siempre lo he sabido–
es la corriente oceánica
que zarandea nuestros continentes
hasta la inevitable colisión.
Pangea.

Amor tectónico.
Amar de placas, sismológico.
Amor marea.

–este amor dibuja añiles en la tormenta
y eviscera tus ojos de luna pulida–

Déjame encontrarte en el faro
en esta tarde de gaviotas
que los dedos han dejado de contar.

–lo sé, a nuestras manos ya no les quedan mapas
ni cartas celestes, pero aún hay estrellas
que conquistar–

Soy el auriga de la luz que circunvala tu núcleo
en órbitas terrestres, el viento
que emancipa las crines y las clámides
en la fanfarria otoñal.

Oscuro fuselaje el de las bestias
que se alimentan de carroña.

Nada me impide besarte las serpientes del tobillo
y las ajorcas de tantas corazonadas
como hicieron en ti su albero.

¿Qué horizontes espejean en tus muslos vandálicos?
¿Qué inteligencia late tras tus ojos moteados de café?
¿Qué otras manos, si no las tuyas, sabrían
destramar los glifos de mi piel cuando el trémulo
aliento elucubre tempestades?

Podríamos encerrar el universo en la cabeza de un alfiler
         –no me creo que nunca se te haya ocurrido esa locura–
para pespuntear halos de luz en los ángulos muertos
de todas nuestras galaxias.

Me confío a lo imposible de tu ausencia
y me cultivo en las calendas griegas
porque sé que después de ti no habrá nada
ni nadie que se atreva a desafiar este silencio
con pico de cigüeña.

Van pasando las horas y los días
y ya nada me sorprende. Y me digo:
nadie más puede morir porque todos han muerto.
En mi cabeza se han suspendido el tiempo y la materia,
pero el sol amanece desustanciado de verdad,
bosquimano, entre pinceladas de colores.

–y se desenredan los calificativos en la carúncula del sexo–

El agua es undosa aquí,
en mi dorsal oceánica
           –puedes tocarla, sin miedo–,
tan abisal como el ámbar gris
de las fosas aleutianas
o el fitoplancton.

Y ese azulocéano tan tuyo,
tan nuestro,
que parece que siempre estuvo ahí,
oceándonos los mares,
azulándonos los cielos.

Y mientras te distraes mirando por la ventanilla
cómo llueve, yo guardo en mis bolsillos
los acasos de tantas dudas.

El amor es una ilusión en movimiento,
la radiación más fina del espectro,
como las nubes que sestean cielo arriba
o las cometas que se baten los rojos y los ocres.
Soy un náufrago en tu piel insolada,
un Tántalo sediento, la última estirpe del hielo
o Saturno devorando sus anillos.
Mire donde mire, siempre hay agua.
Agua y sed. Sed de agua. Asediado
por el azulocéano del mar. Inmenso azul.
Azul incólume. Musical. Vivo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 18 de abril de 2015










Me asustó la noche con su oscuridad
patibularia, el crujido metálico del ocre
y su rumor putrescente de gusanos.

–la carne asustadiza del tiempo
y sus horas en eterna descomposición–

Aquél que tú adoraras en la distancia
era ahora un bosque exangüe de pájaros
sumido en su verde parlanchín,
más páramo que vergel,
más desierto que oasis,
fanal en riscos apagado.

Pero cuando aquello pasó, tú ya no estabas.
Te habías ido sin maletas ni equipaje,
sin besos soplados con el envés de la mano,
sin sombras delatoras en la soledad compartida del lecho
o pasos deletreados en el zócalo radiante del alba.
Ni siquiera una nota garabateada en la mesilla.
Total, ¿para qué?
¿Para qué explicar lo inexplicable,
si todos sabemos que la felicidad
es un puesto fronterizo en tierra de nadie,
la piel indemne y soñolienta del vigía
que olvidó la contraseña de su fiebre?

Hoy el sol es un líder sin carisma
y tú eres un sueño inverosímil
que el calor de la arena no arrebata.
Las flores evidencian sus colores
como un pelotón de fusilamiento
que acomoda el fusil a su disparo
con la mano firme en la contienda
y un adiós –triste, muy triste–
en la mirada.

Se rompieron los flejes del verano
y me estalló el cielo con su metralla
de pájaros y su mar de azules
decibelios en constante aleteo,
majestuoso y decadente coro
de bocas que extrañan el pecho
sonámbulo de la tormenta.

Busqué en mi corazón represaliado
la paloma ausente de tu abrazo
e hice del amor,
de este amor asintomático,
un paisaje desacostumbrado de paraguas
que retienen las lágrimas circenses
de todos los astros mutilados.

Te amé –ahora lo sabes–
como una religión sin troneras
o una matriz sin píldoras rojas
ni tacos de billar. Te amé
como la música volatinera
del recuerdo que abruma
y sesga las briznas ariscas
de las papeleras
con su turbina de colores.

Ahora, por fin, cuelgo mi voz de la percha
–mi voz, que tiene hechuras de plomo–
para descamisarme los olvidos
y los silencios, y las arrugas
del lienzo de pronto se desvanecen
con su dicción de arroyo devoto
y su bisagra desnutrida.

Y así nos vamos despidiendo,
con el tráfico nervioso de las miradas
que no saben qué más decirse
para no tener que decirse nada,
cuando el taxi baja la bandera
y el dolor desaparece con un
rasguño de papel en las lagunas
neblinosas de la piel, sin otra
secuela más dulce que el amor
que esculpen a diario las fuentes
en su intento por volar de música
los aires.

Deberías saberlo.
París está más triste sin ti.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

martes, 7 de abril de 2015

Aquí está la sal sin videncias,
la digresión imperativa del fámulo
y su avaricia de corchos deshuesada.
El amor inmune a la mar,
la rama enramada a la vid
divina del cátodo, donde
el rayo ciego es de un azul
sin pedigrí, más cercano
al boicot que a tu valle
de sombras, y el rojo
acrobático de los violines
crascita como una ley sálica
o una guía sin ortigas
ni interregnos. Sorberás
la piel disimulada del café,
el rosa nómada del labio
y su pedúnculo sin tirabeques,
la boca hemofílica del cáliz
y su fiel trebejo, el azúcar
de todos los colores, la miel
sin bitácoras y esa mirada
entre tierna y zahareña
del forastero; el amor
como una huida momentánea
o un escapismo de águilas.

Orientaremos nuestros pasos
a ese verde con gula de pájaros
que nos roe la brisca de las médulas
y a los árboles cainitas que se doblan
a la luz como una pértiga
cabal o una alfombra
silenciosa de ácaros.

Y verás crecer en mí
el apéndice carnoso de la voz
como un péndulo sangriento
y retoñado que mensura
tu desnudez de alondra
con la ductilidad olfativa
del opio –solferino –, y la soledad
que pernocta en el ágora
dictaminará la ofrenda votiva
o un armisticio de dientes y pétalos
donde incluso el amor es satrapía
y la tristeza aprieta como un nudo
ausente y veloz que desata
los cadáveres del desafuero.

Y entonces dejaré de ser tú
y tú no serás más yo,
ni nada, ni nadie,
la impericia atávica de los pulgares
o el bauprés de la cutícula,
artistas del tiempo detenido en los relojes,
o acaso un mar inmune al amor.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 5 de abril de 2015












¿Alguna vez has sentido la vastedad del océano
en tu piel escotada de lábaros?
¿Y la vendimia de los soles acaudillados de ánforas
con su marginal aspa de litio?

Sólo empiezo a percibir la luz
cuando mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad,
y entonces todo es más tenue y más opaco,
como un oficio de tinieblas
o las horas líquidas del mármol.

Y me pregunto si es verdad que este bosque
pone márgenes en las lindes de las hojas
y si los domingos trasudan cuerpos celestes
por los poros indolentes del verano, o si la piel
se subleva como un dromedario empequeñecido
por su sombra o un laúd fatigado de pestañas.

Ahora por fin sé que tú eres
el verde (a)podado de una rosa
prendida entre solapas y alfileres,
y que el frío es más blanco
cuando las fuentes se visten de invierno
y el cielo llora por una falsa promesa
de pájaros que nunca llegarán,
cantando, a este humedal.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 26 de marzo de 2015









Hoy que el azul tiene matices de jueves
y la luz es una alondra refractaria
que tropieza, con pereza, en la persiana,
me he deportado a tu espalda peregrina
con el vientre indómito de gárgolas
y una tormenta adolescente a flor de labios.
¿Qué harás para sorprenderme
si mi amor es un curso acelerado
y tu amor es un océano impertinente
que inunda el sexo con todas sus galaxias?
Succiono tus aféresis y tus vocales
y discurres ingrávida como una flor
en bajorrelieve o un mar sin rencillas
atrapado por el sueño esférico
de un cristal –Perfect Blue–.
Me pertrecho de valijas diplomáticas
para acorazarte la quietud y los vaivenes
con la balada caprichosa del sileno
y su baile impreciso de electrones,
y tus ojos de pronto se oscurecen
con la órbita excéntrica del átomo
que improvisa en ciernes su salterio
o un eclipse solar en Benarés
–escucha, no hay más ruido
que mis ansias sin ambages–
y tu boca en mi boca se empecina,
y mi lengua en tu lengua prolifera
y se desnorta y en tu orilla lastimera
mi mundo táctil colisiona
como una canción de Suede
o una película de Miyazaki,
vigorosa apología de dragones,
fantasía alada en la metamorfosis.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 22 de marzo de 2015










Era otoño
en los espejos cóncavos del lenguaje,
y te aproximaste a mis resquicios
silente como un náufrago,
el beso sucinto y desvelado,
de tálamo, y la orilla solícita
del labio que invita
a un cabotaje sin aduanas.

Me besaste en mi abandono
con una sonrisa quiescente,
la boca estuosa como un magma
hambriento y blasonado por el rojo
heráldico de su linaje, y te fundiste
en la blancura inmóvil de mis ojos
como nieve salaz y derretida,
nunca antes hollada.

Nuestras lenguas se anudaron,
morganáticas, como sierpes
que buscan la eternidad del instante
–ouroboros–
y el infinito en dos tiempos.

De aquel besar iterativo,
redundante y prolijo de adverbios
y adjetivos en el que cada beso
silabeaba como una tautología,
nos nacieron prodigios en las manos
y estrellas sigilosas en la nuca
y cicatrices calafateadas de una luz
más oscura que la brea.

Y te dije: cómo me duele,
amor, tu música de anémona
y el pecio de tantos momentos
que sucumbieron con estrépito
al atolón del silencio
y su batahola.

Y entonces prensaste mis sueños
como una falena pubescente
o una nube sin plastrón ni horquillas
con que asir su lluvia despeinada
de aristas, y me dijiste en un susurro:
el tiempo transcurre al inverso aquí,
en el bancal la memoria,
y lo que fue mañana no lo será ayer
ni tampoco ahora.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

jueves, 19 de marzo de 2015










Y a veces me da por pensar que el amor que se recuerda no es amor,
que es recuerdo.

Y a veces me consuela pensar que yo fui tu último amor y que después de mí no habrá nadie,
que serás mía por siempre y que estaremos juntos sin estarlo.

¿Quién transita por la cruz griega del olvido?
¿Qué neutrino o protón haría vibrar esta colmena?
Si somos polvo, entonces ¿por qué lloramos?
Si el polvo seca las lágrimas.
Pero estamos hechos de agua –agua de lluvia–,
como los ríos que atraviesan las cordilleras
con sus caderas ampulosas.

A veces terminaría todo hoy mismo,
me vaciaría los bolsillos
para comprar una onza de aire.

El mundo existe porque yo existo,
y sin mí no habría nada.
–tiempo de Planck–

Dime,
¿qué mitosis cósmica engendró este sol doliente?
¿Dónde está el génesis para tanto amor?,
¿y el tiempo invertebrado de las secuoyas?

La vida es un aullido del ayer,
una onda que palpita en el agua.
Monotonía en la policromía.

Y te miro anguloso bajo todos los prismas:
Ojos endrinos, lacustres, coriáceos,
              ojos de obsidiana, rugosos, de esparto,
                     ojos como un frío mar de jade,
                            ojos verde berilo, hialinos,
              como el erial de mil soles
en perfecta alquimia.

Y nos hacíamos el amor en pequeñas zambullidas,
como isómeros renuentes al bautismo,
como apóstoles de un ágape sangriento
sepultados por un talud de sirenas.

–y coleaban los renacuajos
en el limo de los estanques
como líquenes de un verdín suicida–

¿Y las arañas zanquivanas de los ojos?
Cómo tremolaban sin cautela
en la negrura mucilaginosa.

Antes del tiempo tú ya existías.
Y existías exactamente igual que hoy,
igual que ayer. Sin un cuerpo.
Todo luz. Una luz prístina y seminal,
dadora de vida.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 13 de marzo de 2015











Te adiviné en la niebla del tiempo
como un astrónomo adivina la presencia
de un Júpiter caliente, a través
de una pequeña fluctuación en el espectro
lumínico de una estrella –efecto Doppler–,
y desde entonces no he dejado de bailar
en tu órbita.

Fuiste el metal más precioso forjado en el crisol de una estrella,
la gravedad cuántica de las partículas subatómicas, el espín
y la incertidumbre de su principio, la lemniscata de Bernoulli
–un ocho tumbado, un óvalo de Cassini o un analema–, el cero
y su constante cosmológica, un universo improbable que
desde su frágil nacimiento estuvo condenado a la extinción.

Fuiste una burbuja en la espuma primigenia del océano,
una luz tan lejana como la más lejana de las luces
que titilan en el cielo.
–Y aún más–

Fuiste una intrincada flor mecánica que abre sus pétalos
de fuego a los confines más remotos del universo,
una firma de luz –la más rutilante y diáfana–
en el palimpsesto cósmico.

Fuiste y eres esa ley física
–segunda ley de la termodinámica–
que auspicia la entropía y el origen de los mundos,
su homogeneidad y su isotropía, y su eclosión
de la nada más densa y opaca y caliente
–cuando tú y yo y todo el universo conocido
con sus infinitas posibilidades
cabíamos en la cabeza de un alfiler,
sin espacio, materia o cronología–,
esa ley y esa singularidad cósmica que todos conocen
y que nadie ha sido capaz de explicar.

Tú,
que me amaste como un cometa
surgido de las frías honduras del espacio,
allende el cinturón de Kuiper,
o una diosa inuit –Sedna–,
y yo,
que te amé como una nube impaciente
de lluvia o una lluvia entramada de enigmas
o los mil soles de un parhelio,
juntos escribimos un prontuario de nostalgia
en nuestra deriva continental.

Porque eres semillero de estrellas, girándula
de una galaxia espiral, pestaña de luz
en la pupila alucinada de la noche, y recordarte
es como contemplar el espacio, una mirada
hacia atrás en el tiempo, o la continuidad
de tu tiempo en mi espacio, por todo ello
te quiero y te recuerdo.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.