Lo que fue mañana no lo será ayer
Era otoño
en los espejos cóncavos del lenguaje,
y te aproximaste a mis resquicios
silente como un náufrago,
el beso sucinto y desvelado,
de tálamo, y la orilla solícita
del labio que invita
a un cabotaje sin aduanas.
Me besaste en mi abandono
con una sonrisa quiescente,
la boca estuosa como un magma
hambriento y blasonado por el rojo
heráldico de su linaje, y te fundiste
en la blancura inmóvil de mis ojos
como nieve salaz y derretida,
nunca antes hollada.
Nuestras lenguas se anudaron,
morganáticas, como sierpes
que buscan la eternidad del instante
–ouroboros–
y el infinito en dos tiempos.
De aquel besar iterativo,
redundante y prolijo de adverbios
y adjetivos en el que cada beso
silabeaba como una tautología,
nos nacieron prodigios en las manos
y estrellas sigilosas en la nuca
y cicatrices calafateadas de una luz
más oscura que la brea.
Y te dije: cómo me duele,
amor, tu música de anémona
y el pecio de tantos momentos
que sucumbieron con estrépito
al atolón del silencio
y su batahola.
Y entonces prensaste mis sueños
como una falena pubescente
o una nube sin plastrón ni horquillas
con que asir su lluvia despeinada
de aristas, y me dijiste en un susurro:
el tiempo transcurre al inverso aquí,
en el bancal la memoria,
y lo que fue mañana no lo será ayer
ni tampoco ahora.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.
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