La lluvia caía sobre mí
como si quisiera hacerme barro
o espantapájaros.
Llovía como siempre, llovía como nunca,
llovía con la fuerza atronadora de un cielo cárdeno,
esplendente de relámpagos,
y tú permanecías a la intemperie como una estatua ciega,
con esa rígida, pétrea, hierática desnudez de alabastro.
Una colilla flotaba, lánguida, en la superficie del mar
mientras la luna –una luna cetrina, de bilis caramelizada–
se ahogaba en sus turbias aguas.
En aquella lluviosa primavera
éramos como dos hormigas que se acarician las antenas,
un beso de clorofila, una hoja abarquillada
por el peso del agua que eyacula la última alondra,
la fotosíntesis del camaleón.
Por entonces pensaba que la soledad
se parecía a un cuadro de Edward Hopper
o a una caricia furtiva en la habitación
de un destartalado motel de la Ruta 66,
pero ahora creo que tiene los ventanales
inundados de luz, como una playa mediterránea
o un óleo de Joaquín Sorolla.
Cuando quiero refugiarme en mi planeta de silencio
me ovillo en la estrella sigilosa de tu nuca
como la luz escarchada de las farolas
en un invierno jaspeado de añil.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.