El árbol de la vida
Nunca nadie vio un pájaro morir sin que pensara inconscientemente en echarse a volar.
Fuegos danzantes.
Nebulosa incardinada.
Mandalas.
Todas las posibilidades están aquí,
en este árbol yacente y suspendido
entre franjas de un cielo azafranado y malva
como una opalina burbuja a punto de desvanecerse,
con sus ramas implorantes tendidas al sol
–de tan viejas, agostadas–,
y una leve propensión al llanto.
No hay palabras.
Escucha.
No hay voz.
Escucha.
Escucha su latido,
su pesado jadeo de gigante,
su telúrico gemido,
su botánica ciencia,
la profusa raigambre de caótica maleza,
su urdimbre sombría y babélica
y acaso igual de solitaria que de incierta,
su equilibro imposible de estilita,
su endémica cosecha de oscuros nidales,
la longeva geometría de sus pestañas
de adusta mnemotecnia,
y la verde impudicia de sus hojas
otrora rozagantes
y ahora ya decrépitas.
Escucha este vasto silencio astillado
en prístinas secuelas
de un esqueje que germina,
retoñado,
en el mismo corazón de la madera.
Aguza el oído y escucha su historia,
la que tiene escrita en cada uno de sus círculos,
esos círculos concéntricos que ahora tatúan tu brazo
como ondinas de un mar convexo.
Escucha cómo van creciendo en ti
sus raíces,
su corteza,
su sombra quiescente,
su terrosa nascencia,
su laberíntico rizoma,
su umbría piel de musgo,
su bufanda de lluvia y cometas.
Y mira cómo se eriza su vello
imantado por las yemas de tus dedos
cada vez que con un soplo
–de la boca, un hiato; de la lengua, un diptongo–
estremeces su recia escultura
de tiempo, vástagos y brotes secos.
Mira y admira su reposo de largo y místico sueño
como si su nuca quisiera dormirse
–eterna amante duermes–
en el canal angosto de tus labios
mientras le susurras una nana más antigua
que el más antiguo de los dioses,
cuando los dioses eran eidéticos.
En su corteza tallaste las iniciales de tu nombre.
De su fértil savia bebiste eterna vida.
Vivirás mientras él viva.
Morirás cuando él muera.
Tu destino está unido al suyo.
Sois uno y el mismo.
Pero escucha.
Hoy el sol pronuncia tu profecía con amorosa
cadencia y recita cada una de tus vértebras
con anatómica demanda
y precisión de sombra y cuerpo.
Ya casi hemos llegado.
Por favor, resiste,
no desfallezcas.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.
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