Rosa de la victoria
Me arrojo al fuego benefactor
con el frío acalorado de las jarchas
en duermevela
y una tachadura de moscas
en los párpados azucarados
como hexágonos de miel.
Eres rosa de la victoria,
rosa libertina y victoriosa
en el color espermicida que transgrede
la envoltura plastificada
de este paisaje sibilante y torcal
que rompe la ataraxia del agua
con todos sus gérmenes.
Era oscura la noche,
de una oscuridad impronunciable,
oscura y negra como el miedo de los niños
a las mudables asechanzas de lo onírico
o al nepente que se teme porque se ignora.
Llegó del espacio exterior,
de los ríos de metano líquido de Titán.
Llegó espolvoreado en un halo verde cetrino,
chamuscando la atmósfera con su gas ionizado de meteoroide,
y al aterrizar dejó un cráter de lombrices en la superficie rocosa.
Era un amasijo de nudos y cuerdas y úlceras sangrantes
y le brillaba un disco de soles muertos en las entrañas.
Tenía protuberancias en los ojos verrugosos, de un amarillo
micótico, dos negras depresiones a cada lado del cuello
como ventosas palpitantes, aletas dentadas o branquias
que nebulizan vapores tóxicos, pelillos albinos
como los que dejan los hongos al ser quemados y un cuerpo
hético y lampiño imbricado en escamas reflectantes, de pez plata.
Devoró la carne cruda de los hijos de los hombres,
se alimentó de sus córneas y de sus hígados necróticos
y adoptó su forma humana, y cuando estuvo saciado
de tanta escoria le brotaron esporas de la boca,
una espuma blanca como vómito de perro y nubes
fúngicas y sulfurosas; sedimentos de un amarillo tántrico
y fosforescente, una sustancia pingüe y viscosa,
como linimento, que hedía a cloaca y a muerte.
Orgánulos, larvas y tejido epitelial; gusanos
que lengüetean y cavan túneles en la carne putrefacta,
muelle y cianótica, en descomposición.
Un chancro de inmundicias.
Luego, un plano largo, interminable.
Descifrando su genoma, su doble hélice.
Citoplasma, nucleótidos y procariotas.
El oceánico esqueleto de una ballena expuesta en un museo.
Dos puntos que se besan.
Dos bocas que se unen en un mismo punto.
Apéndices vermiformes, hinchazón.
Eyaculan las endrinas positivas del lucernario
la cola verde de una loba boreal.
Y de pronto surge el terror en los eclipses.
Los tentáculos se adhieren a los tréboles de la baraja
como una sierra especiada de babas o la autopsia del molusco.
Oh, dios, cómo nos duelen los ojos.
Nos duelen las gargantas.
Nos sangran las encías, tan encarnadas.
Matamos a los monstruos y los monstruos éramos nosotros.
Ven aquí conmigo y contempla el infanticidio de los dioses
ahora que la vida se te escapa, el cielo lauto de un azul polímero
y enviscado en su afonía de gallos y esa avaricia de turba
con que azota la tormenta la sed negligente del mar,
como una playa estarcida de conchas y lapas y bisutería
marina o la nórdica melancolía de una canción de Sigur Rós.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.
con el frío acalorado de las jarchas
en duermevela
y una tachadura de moscas
en los párpados azucarados
como hexágonos de miel.
Eres rosa de la victoria,
rosa libertina y victoriosa
en el color espermicida que transgrede
la envoltura plastificada
de este paisaje sibilante y torcal
que rompe la ataraxia del agua
con todos sus gérmenes.
Era oscura la noche,
de una oscuridad impronunciable,
oscura y negra como el miedo de los niños
a las mudables asechanzas de lo onírico
o al nepente que se teme porque se ignora.
Llegó del espacio exterior,
de los ríos de metano líquido de Titán.
Llegó espolvoreado en un halo verde cetrino,
chamuscando la atmósfera con su gas ionizado de meteoroide,
y al aterrizar dejó un cráter de lombrices en la superficie rocosa.
Era un amasijo de nudos y cuerdas y úlceras sangrantes
y le brillaba un disco de soles muertos en las entrañas.
Tenía protuberancias en los ojos verrugosos, de un amarillo
micótico, dos negras depresiones a cada lado del cuello
como ventosas palpitantes, aletas dentadas o branquias
que nebulizan vapores tóxicos, pelillos albinos
como los que dejan los hongos al ser quemados y un cuerpo
hético y lampiño imbricado en escamas reflectantes, de pez plata.
Devoró la carne cruda de los hijos de los hombres,
se alimentó de sus córneas y de sus hígados necróticos
y adoptó su forma humana, y cuando estuvo saciado
de tanta escoria le brotaron esporas de la boca,
una espuma blanca como vómito de perro y nubes
fúngicas y sulfurosas; sedimentos de un amarillo tántrico
y fosforescente, una sustancia pingüe y viscosa,
como linimento, que hedía a cloaca y a muerte.
Orgánulos, larvas y tejido epitelial; gusanos
que lengüetean y cavan túneles en la carne putrefacta,
muelle y cianótica, en descomposición.
Un chancro de inmundicias.
Luego, un plano largo, interminable.
Descifrando su genoma, su doble hélice.
Citoplasma, nucleótidos y procariotas.
El oceánico esqueleto de una ballena expuesta en un museo.
Dos puntos que se besan.
Dos bocas que se unen en un mismo punto.
Apéndices vermiformes, hinchazón.
Eyaculan las endrinas positivas del lucernario
la cola verde de una loba boreal.
Y de pronto surge el terror en los eclipses.
Los tentáculos se adhieren a los tréboles de la baraja
como una sierra especiada de babas o la autopsia del molusco.
Oh, dios, cómo nos duelen los ojos.
Nos duelen las gargantas.
Nos sangran las encías, tan encarnadas.
Matamos a los monstruos y los monstruos éramos nosotros.
Ven aquí conmigo y contempla el infanticidio de los dioses
ahora que la vida se te escapa, el cielo lauto de un azul polímero
y enviscado en su afonía de gallos y esa avaricia de turba
con que azota la tormenta la sed negligente del mar,
como una playa estarcida de conchas y lapas y bisutería
marina o la nórdica melancolía de una canción de Sigur Rós.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.
1 comentarios:
El día que edites poeta, este poema debe estar. Es:un poemazo.
Abrazos siempre Óscar.
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