Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

martes, 15 de enero de 2013












Desde que te fuiste la Nebulosa del Cangrejo no ha dejado de emitir radiaciones electromagnéticas en forma de brotes de rayos gamma.

Aunque te tragó la oscuridad,
sigues siendo, y ahora, si cabe,
un poquito más, la luz más brillante
del firmamento; más que un púlsar,
más que un quásar
o cualquier otro fenómeno del cosmos.
Eres un brote de rayos gamma
que nunca deja de radiar,
una estrella de neutrones o una estrella binaria,
un cañón de luz colimado que ilumina
la noche amortajada
con su constante cañoneo.

Te he hecho estrella, nebulosa y agujero negro…
           y siempre me has explotado en las manos.

Sólo las estrellas brillan más cuando han dejado de vivir.
Sólo las estrellas y tú.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 4 de enero de 2013














Sería tan fácil saltar. Sólo un paso. Un paso nada más. Y luego nada. El vacío. Un vacío inescrutable, interminable, inenarrable. Y silencio. Un silencio mate y opaco. Esdrújulo. Papel cuché. Silencio de noche y oscuridad. Un silencio pitañoso, terminal. El chof de la piedra en las negras aguas del pozo. Así como al principio, cuando todo era minúsculo. Embrionario. Singularidad. Abismo blanco. Luz ciega y abrasadora. Un paso y todo volverá a ser como antes. Sin miedo. Sin dolor. Universo errante. Agujero negro supermasivo. Abismo blanco.

Qué pequeño es este acantilado. Yo, yo conocí un cielo bajo el mar. Un cielo tachonado de perlas, de ondulantes escamas recamadas en éter. Azul. Tan azul que parecía el mismo mar. Y diáfano. Y sin embargo, en ese mar nada ni nadie nadaba. Ni siquiera los peces nadaban. Ni siquiera las estrellas, tan blancas. Tampoco las tortugas, con sus caparazones de nácar. Todo permanecía en una pasmosa quietud. Como la noche en el lienzo del pintor o el verso en los labios del poeta. Inmóvil. Belleza estática. Tan triste, y tan bello, que era imposible no llorar. Pero había reflejos. Caras insinuadas en las ondas. Destellos irisados. Sí. Había reflejos en el mar. Aunque al tocarlos se desvanecían veloces como un banco de peces. Y la espuma. La espuma lábil de las olas que se arrastra y te arrastra y se arremolina y se retrae en la orilla estarcida de esquirlas de conchas. Y bivalvos. Y vieiras como peinetas de alguna nereida coqueta. El rebalaje de las olas bajo mis pies. Qué sensación de fugacidad. De plena fugacidad. Se renuevan las mareas con el influjo de la luna y sopla Eolo. Estas aguas se parecen a las de hace un segundo pero no son las mismas. Mar sereno y bravío. Indomeñable. Cuántos barcos y cuántas vidas reposarán en tu vientre rajado. Y allá arriba, quizá en tu corazón, van muriendo los dioses. Uno a uno. Puedo escuchar su letanía.

Una Navidad solo. Solo contigo. Sin más distancia que el tiempo. El tiempo de los días que se fueron sin cantar. Los días alegres, exiliados a otro ser, a otro tiempo. Sin probidad. Y el viento en los ojos. Lacio. Hermoso. Viento que despeina las hojas y canturrea boleros en el farallón. Y la piel que se eriza de alfabetos de nieve. Inefable copo de nieve, tan parecido a un asterisco o a una polea.

Miro al cielo. Hay constelaciones que parecen ojos abiertos. Con su iris, su pupila y todo. Se dirían que los dioses nos contemplan. Nebulosas de estrellas muertas. Nebulosas con cabeza de caballo. Nebulosas coloidales. Supernovas. Mira, ésa de allí, la que brilla más que ninguna y gira como una peonza, se llama Raquel. Es una enana blanca. Su núcleo es de carbono puro cristalizado; el diamante más grande de la galaxia. Nubes de gases de hidrógeno incandescentes que se expanden como volutas de humo esmeriladas. Hipocampos. De colores. Hipocampos de colores que galopan en el espacio infinito, sin bordes conocidos –como la piel, que no tiene fronteras–. Y en el centro, tú. Abismo blanco.

Vivimos en la edad de las estrellas. La edad de oro del universo. Nunca hubo tantas luces en el firmamento. Y sin embargo, llegará el día en que se extinga la última luz y todo quede a oscuras. Como al principio. Abismo blanco.

Te quiero. Siempre te he querido. Incluso cuando no te conocía, ya te quería. Y ahora que no existes –miento, porque sí existes; existes dentro de mí–, también te quiero. Un poco más, incluso. Si ello es posible.

El amor tras un visillo. Amor cenital. Y las motas de polvo que danzan como planetas fuera de órbita en una elipse infinita. ¿Recuerdas aquel fular malva en mi perchero? Eres la luz que atrae a las polillas.

Te circulo con mi mano de pie quebrado, con mi arrullo de oropéndola. Te acompaso el cartabón. Los besos, siempre de perfil; las caras, aserradas. Cubistas. Y las cabezas que reposan en la almohada. Allí donde zarpan los sueños al anochecer.

Qué largo es este estar lejos de ti. Un viaje sin escalas ni escafandras. Un viaje al fin del mundo. Mares procelosos. Náufragos y pecios. Continente yermo y desolado. Territorio salvaje, hostil; pero, al fin, hermoso.

Ella veía documentales del universo antes del amanecer. Se tumbaba en la cama y soñaba con regiones ignotas donde el hombre nunca ha puesto el pie. Y qué frío tenía al despertar. Y al despertar juraba que había estado allí. Pero sólo era un sueño. Un sueño vívido y celeste. El sueño de una rosa.

El cielo gira y la noche es noche. Los ojos observan como telescopios. Desmesurado mar abierto. Mi corazón arde como el núcleo de una estrella, pero es un par suelto y ya ha agotado el combustible. Conozco la mecánica del sol –fusión y gravedad, hidrógeno y helio–, pero apenas puedo contener sus llamaradas. El hierro mata el corazón de la estrella. Deletéreo.

Y saltar a un abismo blanco. Y caer en un agujero negro. Sentir su irresistible atracción. Su fuerza gravitatoria. Caer como un pez en el agua. O en una bolsa de plástico. Un pez de colores. Mis sueños, carpas de colores en un estanque.

¡Ay, cuántas aletas tenía mi amor! Y ahora ya no nada.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.