La mística del sueño
y me sé tan distinto como se puede ser siendo uno mismo
Pere Gimferrer
A veces me adentro en la bruma misteriosa
de tu bosque encantado
tomando lo irreal por lo fantástico
para hacerme con tu lengua muerta
un nido donde en silencio reposar.
Y en la espesura visceral de este silencio,
retorcido el espinazo como un cáñamo,
mientras se levantan, insurrectos,
los pájaros protervos del acero,
aguardo mutilado por la espera
–una señal, un augurio, un rayo calafateado–,
como el cuerpo que se apresta a la batalla.
Así me dejo intrigar por el esplín de las libélulas
y su mayéutica de lanza en astillero, y el crepúsculo
silba como en una balada del Oeste, y el horizonte
se abre al rojo telar de la carne como un índice onomástico.
Contigo o sin ti, la persona que fui ya dejó de serlo.
Exiliado estoy en la soledad de tu tierra baldía
con la algente caricia del pasado, a solas
meditando, cual estrella transida por el líquido metal.
Quién pudiera solazarse en el musgo
de tu roca.
Quién pudiera en su sombra eviscerada
una astilla de luz tallar.
Mientras la luna iniciática se apodera poco a poco de mi piel
ambarina con su frío instinto de reciario, tus árboles
me van hablando muy quedo y amorosamente
al oído bajo sus guedejas marfileñas
que el viento a ráfagas sin piedad remeje
y cimbrea, y es su voz espuela a mi oquedad,
una galería de silfos y un pasadizo de tórtolas
donde sé que algún día yo habré de perderme.
Entonces un águila cae rodando a mis pies
alanceada del mismo cielo prodigioso
que antes a mí me diera enquista vida
con acólita presteza. El rapaz
cae desmayado con sus lacias y ocres plumillas
en mortal caída cual áspid que atrofia, colmillo
centelleante, la sombra del cuévano
y el pecho lactante; y al de esta suerte perecer,
en un último y fatal resuello –el pico cóncavo
del miedo–, con tan gemebundo lamento
que sacude las hojas indoloras
de mi querer insatisfecho, se le cierra
lenta y armoniosamente el torvisco ojo de pecio,
y así se nos alumbra la mística del sueño
con todas las preseas de un amor dilecto.
Uncido, pues, a este yugo celestial
por una crestería de luces famélicas
yo te impreco y yo te imploro, a ti que nunca
mis oraciones quisiste escuchar, ni aun de niño:
Dame algo que pueda abrazar la magnitud física de este sueño.
Dame algo que pueda rastrear en la virtud enmarañada de tu dédalo.
Dame paz o dame muerte.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.
0 comentarios:
Publicar un comentario