En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.
La seda del frío
es un arpa demasiado cruel
para tañer el esperma de la noche
si los árboles cimbrean
a escondidas tu nombre
y no hay soledad
que en la memoria nieve.
Me acerco al calor espurio de tu lumbre
y el fuego resume mis manos
con su danza ceremoniosa
y ya no queda maldad en el rojo.
Da igual que las arañas hurguen
en lo más absurdo de tus sueños,
o que el calor menudee
donde los títeres danzan
al caerse el telón.
Sin ti, la vida es un frasco
que destapó su esencia
en una atmósfera irreal
de lagartijas convulsas sin cola.
Y no habrá otro espectáculo
que levante más vítores y aplausos
que mis tripas
rugiéndose a solas.
No sé si todo empezó contigo
o si tú fuiste la causa de todo,
pero antes de ti no había nada –(d)año cero–.
Tal vez por eso te llamé mi pequeño universo.
Tú diste significado a mis metáforas
con tu erótica polisemia
de faros, acantilados y mareas.
Fuiste tú el verde musgo de mis ojos
y la rodilla temblorosa de mi helecho–sin(an)estesia–.
Nunca hubo, me dijiste, amador más perfecto,
y yo me lo creí, siendo el aborigen de tu danza.
Así llegué a besar la orilla púrpura de tu estrella gemela,
y el ruido de la vida se volvió un oro de líquido silencio,
como cuando todos los presentes creen haber presenciado
un hecho insólito e irrepetible y sólo pueden callar
y mirarse asombrados los unos a los otros,
haciéndose mudos partícipes del acontecimiento
–el 10 de Comaneci–.
Y el amor, que se empotra
en mi locura
como en un perfecto alunizaje,
¿no podrá debelar los bastidores
tumefactos de este rayo estéril?
Y estas manos mías,
que profanan el velo núbil de tus ojos
con su fino tacto de lluvia,
serán tu casa austera
y el vergel donde se ocultan las mandrágoras.
Y fue entonces, extrañamente,
cuando comprendí que ya te habías ido,
que nunca jamás volverías,
cuando comencé a sentirme bien.
Me abrazas como una estrella muerta
que entrega su último residuo de luz
a la gravedad astringente del beso,
y yo te miro como un dios cansado de serlo,
nucleótido, colapsado
y sin la reciedumbre de aquel árbol
salutífero que un día fuera savia fértil
para tus labios entecos.
Tu soledad se parece tanto a mi Tierra,
pero es un planeta hostil e inhabitable
que te mata al respirarlo, y yo no sé
cómo filtrar este aire tuyo envenenado
que sublima mis huesos en volutas
de humo negro.
Como una nota manuscrita
metida entre las páginas de un libro
que declara su amor
a una mujer desconocida
o una carta perfumada
que alguien quemó antes de leer,
así te amé yo, con la azarosa esperanza
de un paraíso recobrado
en el interior de una botella de ginebra
tragada y escupida por el océano
en el blanco arenal de una playa desierta.
Tus labios como una luz apócrifa
que veranea en los fundíbulos narcotizados
de la memoria; tu voz, el crujido ocre de una alcuza rota.
Tu sexo es como una flor espúmea que descorcha su aroma
en la noche estival, y yo la libo
hasta hacerme pájaro e insecto, estremecimiento
involuntario de dos élitros que se frotan
en la proximidad candente del aliento
vulnerando tacto y piel, piel y tacto.
Así mi corazón eyacula alondras
como partículas de agua en suspensión
–chorro diáfano de avispas carnívoras–,
circuito cerrado
donde la luz extorsiona
la naturaleza espuria del símbolo
con sus drones militares.
La lluvia es esa pequeña muerte
que a todos nos desnuda, no importa
lo abrigado que uno esté. Ya es tarde,
amor, para soñarnos con las manos,
ahora que el silencio invade mi carril.
De Chardonnay a Epaminondas,
noche arriba, noche abajo,
todo silencio me habla de ti.
Alguna vez lo supe, pero tan pronto
como lo supe, lo olvidé.
Toda mi vida ha sido
una preparación para este instante.
La tristeza en sus múltiples ángulos,
el dolor que se anticipa a la derrota.
Aquel tiempo en que una iglesia
devenía cementerio.
Disculpa si te amé.
La lluvia caligrafía tu nombre
en la espalda del fauno
y el ánima del cañón escupe furiosa
su muerte. Desde aquí puedo oír
el silencio desabrigado
de los mármoles, la intrusa
voz de las pirámides
que se alzan a lo lejos
como veranos afónicos
o mariposas invidentes.
Y así, como una llama perezosa
que derrama su último credo
en un baile nocturno de cintura indescifrable
o una luz que quiere hacerse sombra
en lo más sombrío del ágora,
te apagaste. El mar se veía
como un reloj antiguo y ceremonioso
y los motores de las lanchas
rugían asmáticos. Tu beso flotaba
entre mis labios como un copo de nieve
flota en la noche elástica y fundida
y una gotita lúbrica resbalaba
por la comisura estornudando su polen.
De ahí en adelante todo fue capitular.
Hoy tus ojos me dicen adiós sin decirlo,
y lloras como quien dice que llora
porque se le ha metido algo en el ojo
–pero tú y yo sabemos que es una mentira
que te dices para hacerte la valiente–.
Ya nada quiero saber de tus besos,
de esos besos que me saben a hiel y mercromina,
ni saber quiero más del mecanismo ausente de tu voz,
aquel chorro cálido en que con gusto me bañara.
Para mí es tarde incluso para llorarte
–ya ves, yo no necesito hacerme el valiente
para disimular el veredicto injusto que tus lágrimas
arrojan– ahora que sé que te has ido antes de irte
y que lo que tengo ante mí, entre mis brazos amputados,
es el fantasma de aquello que algún día fuiste.
Y al dormir te apretarás contra mí como una perra enferma.
Jaime Gil de Biedma
Como un lobo solitario que se atrinchera
en la estepa o el maullido triste de un gato,
yo te amé. Como una luz que nunca cicatriza
o un relámpago al que arrancaran uno a uno
los pétalos o una astilla clavada en la córnea.
Yo te amé. Y no hubo oración más fervorosa
que mis manos a las tuyas sosteniendo
o el aliento usurpado a cualquier muerte.
Años después dejó de helar en mi país
de nieves perpetuas, y mis árboles,
aquellos árboles que tú plantaste
con uñas hábiles de tierra
en áridos umbrales, extrañaron
el frío calor de tus pájaros de invierno.
Mira cómo arden sus barcos en mi pábilo.
La memoria es un tálamo cruel
que aplaca la ingravidez
de los horarios
y el ciclo amargo del agua.
¿Para qué alterar los vértices
inconcusos
si el ave ablanda las alturas
y el río no extirpa sus relieves ácidos?
Como un geómetra de espadas, yo te hiero
en la voz y en la palabra
y tú transmutas
el orden secuencial de las galaxias
en tejidos de un rojo caníbal
que luego redondeas con las aspas furiosas
del tiempo
para maniobrar un infinito más audible.
Así tu carne se abre, excéntrica tirita, a la fina lámina
del beso y el filo descalza su pura inocencia
en tajos de sal y limón que la terca luz no exilia
a su sangre indolora.
Este blog está dedicado a la memoria de Sara Álvarez, quien lo ha sido Todo para mí y siempre lo será: la mujer a la que amo y la poeta a la que admiro. Mi poesía, tal como es, no existiría sin ella.
Sara dejó una huella imborrable en los foros de poesía en los que participó, foros donde se reconoció su enorme talento y calidad poética, y son muchos los que la recuerdan por alguno de sus pseudónimos más utilizados: Eterna Tristeza y SaraInés.
El nombre de este blog se corresponde con el título del libro de poemas que le dediqué: 'La luz de tu Faro'. No es posible pensar en Sara sin imaginarla subida al Faro, contemplando con nostalgia el vaivén de las olas de su querido mar Cantábrico.
Como diría Hölderlin, Sara es Uno fundido en el Todo viviente, ya ha emprendido el camino a la divinidad, y yo habré de seguirla, pero antes tengo una misión que cumplir: inmortalizarla en el arte, hacer que su nombre suene a poesía.
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¿Acaso no me pertenecía, hermanas del destino, acaso no me pertenecía? Llamo como testigos a las puras fuentes y a los bosques exentos de culpa que nos escucharon, y a la luz del día y al éter. ¿Acaso no me pertenecía? ¿Cada nota que tañe la vida no la unía a mí?
'Hiperión o El eremita en Grecia', Hölderlin
¡Oh miserable hado! ¡Oh tela delicada, antes de tiempo dada a los agudos filos de la muerte! Más convenible fuera aquesta suerte a los cansados años de mi vida, que es más que el hierro fuerte, pues no la ha quebrantado tu partida.
'Égloga I - Nemoroso', Garcilaso de la Vega
A Dafne ya los brazos le crecían y en luengos ramos vueltos se mostraban; en verdes hojas vi que se tornaban los cabellos que el oro escurecían;
de áspera corteza se cubrían los tiernos miembros que aún bullendo estaban; los blancos pies en tierra se hincaban y en torcidas raíces se volvían.
Aquel que fue la causa de tal daño, a fuerza de llorar, crecer hacía este árbol, que con lágrimas regaba.
¡Oh miserable estado, oh mal tamaño, que con llorarla crezca cada día la causa y la razón por que lloraba!
Garcilaso de la Vega
Pobre barquilla mía, entre peñascos rota, sin velas desvelada, y entre las olas sola;
...
Pasaron ya los tiempos, cuando lamiendo rosas el céfiro bullía y suspiraba aromas.
Ya fieros huracanes tan arrogantes soplan, que, salpicando estrellas, del Sol la frente mojan.
...
Esposo me llamaba, yo la llamaba esposa, parándose de envidia la celestial antorcha.
Sin pleito, sin disgusto, la muerte nos divorcia: ¡ay de la pobre barca que en lágrimas se ahoga!
...
Mi honesto amor te obligue; que no es digna vitoria para quejas humanas ser las deidades sordas.
Mas ¡ay, que no me escuchas! Pero la vida es corta; viviendo, todo falta; muriendo, todo sobra.
Con la belleza se sufre de placer. Intentar retenerla es como querer asir el tallo de una rosa con espinas; cuanto más la aprietas, más adentro se te clava.