Blog poesía La luz de tu Faro

En memoria de Sara Álvarez, con Amor, devoción y ternura infinitas. Absorbí tu esencia, y ahora vives en mi poesía. Te devuelvo la vida con mis versos.

lunes, 25 de mayo de 2015

Me arrojo al fuego benefactor
con el frío acalorado de las jarchas
en duermevela
y una tachadura de moscas
en los párpados azucarados
como hexágonos de miel.

Eres rosa de la victoria,
rosa libertina y victoriosa
en el color espermicida que transgrede
la envoltura plastificada
de este paisaje sibilante y torcal
que rompe la ataraxia del agua
con todos sus gérmenes.

Era oscura la noche,
de una oscuridad impronunciable,
oscura y negra como el miedo de los niños
a las mudables asechanzas de lo onírico
o al nepente que se teme porque se ignora.
Llegó del espacio exterior,
de los ríos de metano líquido de Titán.
Llegó espolvoreado en un halo verde cetrino,
chamuscando la atmósfera con su gas ionizado de meteoroide,
y al aterrizar dejó un cráter de lombrices en la superficie rocosa.
Era un amasijo de nudos y cuerdas y úlceras sangrantes
y le brillaba un disco de soles muertos en las entrañas.
Tenía protuberancias en los ojos verrugosos, de un amarillo
micótico, dos negras depresiones a cada lado del cuello
como ventosas palpitantes, aletas dentadas o branquias
que nebulizan vapores tóxicos, pelillos albinos
como los que dejan los hongos al ser quemados y un cuerpo
hético y lampiño imbricado en escamas reflectantes, de pez plata.
Devoró la carne cruda de los hijos de los hombres,
se alimentó de sus córneas y de sus hígados necróticos
y adoptó su forma humana, y cuando estuvo saciado
de tanta escoria le brotaron esporas de la boca,
una espuma blanca como vómito de perro y nubes
fúngicas y sulfurosas; sedimentos de un amarillo tántrico
y fosforescente, una sustancia pingüe y viscosa,
como linimento, que hedía a cloaca y a muerte.
Orgánulos, larvas y tejido epitelial; gusanos
que lengüetean y cavan túneles en la carne putrefacta,
muelle y cianótica, en descomposición.
Un chancro de inmundicias.
Luego, un plano largo, interminable.
Descifrando su genoma, su doble hélice.
Citoplasma, nucleótidos y procariotas.
El oceánico esqueleto de una ballena expuesta en un museo.
Dos puntos que se besan.
Dos bocas que se unen en un mismo punto.
Apéndices vermiformes, hinchazón.
Eyaculan las endrinas positivas del lucernario
la cola verde de una loba boreal.
Y de pronto surge el terror en los eclipses.
Los tentáculos se adhieren a los tréboles de la baraja
como una sierra especiada de babas o la autopsia del molusco.
Oh, dios, cómo nos duelen los ojos.
Nos duelen las gargantas.
Nos sangran las encías, tan encarnadas.
Matamos a los monstruos y los monstruos éramos nosotros.

Ven aquí conmigo y contempla el infanticidio de los dioses
ahora que la vida se te escapa, el cielo lauto de un azul polímero
y enviscado en su afonía de gallos y esa avaricia de turba
con que azota la tormenta la sed negligente del mar,
como una playa estarcida de conchas y lapas y bisutería
marina o la nórdica melancolía de una canción de Sigur Rós.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Los días son muy largos como para no obrar de tarde en tarde un milagro.

Después de perderte
creció el vientre insolente de la lluvia
como un sapo nauseabundo
                               o un vestíbulo de náufragos
y desplazó la sustancia oleaginosa del recuerdo
hacia los números señalados en rojo del calendario.

Desde entonces
cada día era un obituario de pájaros resucitados,
de perros cojos en parques solitarios
y de algún que otro gato tuerto
enamorado de la lluvia.

La pereza se apoderó de las hojas del tabaco
y un humo albuminoso trepó por el orificio nasal
como una bocanada de díscolos fantasmas,
y de pronto estornudaron los relámpagos
del dólar con sus fractales alambicados
y aquella propedéutica del talco y la grisalla,
mientras el mar galopaba vagaroso
como una luna sin cimbel
o un colibrí ebrio de néctar,
más pendiente de su pálida desnudez de maniquí
que del impulso anatómico del aire.

Viajé al confín de la palabra
y retorné investido en metáfora;
en parte, sí, por tu demencia;
y en parte también por mi apostura
de poeta maldito que tú tanto detestabas.

Y al final me desvanecí
como un trazo de tiza blanca
profanado por el famélico arañazo
de la inconstancia, fútil como todo
aquello que de verdad se desea,
inútil como un dardo sin diana.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

sábado, 16 de mayo de 2015












Nunca nadie vio un pájaro morir sin que pensara inconscientemente en echarse a volar.

Fuegos danzantes.
Nebulosa incardinada.
                    Mandalas.
Todas las posibilidades están aquí,
en este árbol yacente y suspendido
entre franjas de un cielo azafranado y malva
como una opalina burbuja a punto de desvanecerse,
con sus ramas implorantes tendidas al sol
                                       –de tan viejas, agostadas–,
y una leve propensión al llanto.

No hay palabras.
            Escucha.
No hay voz.
            Escucha.
Escucha su latido,
su pesado jadeo de gigante,
su telúrico gemido,              
           su botánica ciencia,
                 la profusa raigambre de caótica maleza,
su urdimbre sombría y babélica
                y acaso igual de solitaria que de incierta,
          su equilibro imposible de estilita,
          su endémica cosecha de oscuros nidales,
 la longeva geometría de sus pestañas
        de adusta mnemotecnia,
y la verde impudicia de sus hojas
otrora rozagantes
                        y ahora ya decrépitas.
Escucha este vasto silencio astillado
                         en prístinas secuelas
de un esqueje que germina,
                                         retoñado,
en el mismo corazón de la madera.
Aguza el oído y escucha su historia,
la que tiene escrita en cada uno de sus círculos,
esos círculos concéntricos que ahora tatúan tu brazo
como ondinas de un mar convexo.
Escucha cómo van creciendo en ti
sus raíces,
             su corteza,
                       su sombra quiescente,
                                      su terrosa nascencia,
                                  su laberíntico rizoma,
                    su umbría piel de musgo,
su bufanda de lluvia y cometas.
            Y mira cómo se eriza su vello
imantado por las yemas de tus dedos
                cada vez que con un soplo
–de la boca, un hiato; de la lengua, un diptongo–
estremeces su recia escultura
de tiempo, vástagos y brotes secos.
Mira y admira su reposo de largo y místico sueño
como si su nuca quisiera dormirse
             –eterna amante duermes–
en el canal angosto de tus labios
mientras le susurras una nana más antigua
que el más antiguo de los dioses,
                        cuando los dioses eran eidéticos.
En su corteza tallaste las iniciales de tu nombre.
De su fértil savia bebiste eterna vida.
Vivirás mientras él viva.
Morirás cuando él muera.
Tu destino está unido al suyo.
Sois uno y el mismo.

                                                    Pero escucha.
Hoy el sol pronuncia tu profecía con amorosa
cadencia y recita cada una de tus vértebras
con anatómica demanda
                      y precisión de sombra y cuerpo.

Ya casi hemos llegado.
Por favor, resiste,
           no desfallezcas.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

lunes, 11 de mayo de 2015

–I–

Y los ahora vivos serán los futuros muertos,
y no habrá más tiempo
que el tiempo detenido de las estatuas,
y no habrá más lluvia
que la lluvia pétrea de las gárgolas.

–II–

Hágase la voz.
Muéranse los muertos.
Venga a mí esta locura
de las noches sin trasiego.
Que no me oprima el apremio
ni me apremie la albura de este sueño.
Y que nieve,
que la nieve sea selva negra
y muda afasia.
Y que caiga,
que caiga hasta la última luz derretida
de esta estrella congelada.

–III–

Su ahora es otra herida,
otra insistencia,
un refugio hostil
donde muerden las lanzas.

–a la nuca, acúnala,
a la luna, anúlala–

Bum, bum.
Late el agua.
Bum, bum.
Tela al agua elata.
(El agua infalible que permea la
sal en las líneas eneasílabas
de mi mano
con su pulsación serpentina
de polluelo hambriento
y ávido de dogmas.)

–la sal
desala la sed
y
apoca la copa,
la mina roba su sabor animal
–robaba a babor–,
la cal
ateza la zeta,
la col adoba la boda local,
y el rey ayer, ley,
y ahora caro hay
zócalo o la coz–

–IV–

Somos el último mar visible,
las olas a solas,
el valle que todo lo lleva,
el morar –enamorado– de la moda.

–somos
amar a la rama,
aroma a mora–

Ya sólo nos queda:
de la tormenta, el tormento;
del cayado, la callada;
de la vela, el velo;
del cosaco, la casaca.

–acaso cosaca,
a casa casaca–

Y el beso torrefacto,
y el ósculo y su ajuar,
y la reciedumbre de la anilla
que perdió su mano
y explotó de granos rojos la granada.

Algún día aluzaremos el azul
y azularemos la luz
de todos los anzuelos
que ondean su oriflama de peces
bajo el agua, y así podremos
pintar un color primario
que restañe la utopía de este verso
con alas fatigadas
y un capuz de sombra medio vuelto.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

viernes, 8 de mayo de 2015

Tenía una cara detrás de la cabeza.
Allí donde crece el pelo tenía una cara maléfica
que asustaba con tan sólo mirarla,
y te miró.

La niebla verde me hirió los ojos
con su soflama anarquista
y un amor cegado a la ceguera.

Y divisé una nube inmóvil en movimiento,
una estática bala embalada en retroceso,
una galería de tiro en campo abierto
y una mentira verdadera.

Y divisé el reverbero del relámpago veloz
de la tragedia, el fugaz meteoro
y su ebúrnea cabellera,
la luz genuflexa del refectorio
con su celosía de pecados veniales
y su terca voz de enredadera.

Y divisé una sangre más roja que la muerte
y nunca supe si era tuya o si era mía,
si tú me mataste o yo te maté
o si fue otro el muerto
que yace enterrado a mis pies.

–Y me dijiste:
puedo sentir tu lengua en mi clítoris
como una música húmeda de libélulas
en el cielo violáceo de la masturbación,
y qué dulce se me antoja ahora tu felonía,
y con qué ganas me follaría hasta la última brizna
de tu médula–

No importa cómo se vista,
cómo te mire o cuánto sonría,
si es juglar o bufón,
o si lleva capa y bombín.
Aunque mastique y escupa tus huesos,
un ángel siempre es un ángel.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.

domingo, 3 de mayo de 2015

Porque, amor, tu belleza es un sueño
del que duele despertar, por favor no me despiertes,
que no hay nada malo en el soñar.

También hoy has venido a verme
con las costillas abullonadas de termitas
y ese timón de fortuna
que es tu voz sin témperas
ni piélagos ni ínsulas.

Fue temperamental la siega de las nínfulas
y el flujo ecuestre de los órganos
arrebatados a la mar
con ese tiple profiláctico
y su fontanela de batracios.

De ti he heredado el alfil de las pupilas,
el sultanato de los fósiles,
las lascas de un rubor herido por la piedra.

Nadie como tú sabe lo que es morir por una causa
más ajena que el destino, aunque el sabor de tu mirada
me hable de un azul intenso y celestino.

Tu voz doma los ríos
y quema los puentes
de todos los silencios
silenciados por el tábano
ardiente del fracaso.

Y los mares transigen la espera
y los acantilados no hacen cuenta de las faltas
y los búhos mastican el recuerdo
enardecido de las médulas.

El olvido es una maleta difícil de deshacer
cuando has llegado al orgasmo
y el orgasmo no te grita ni te escupe ni te ruega.

El amor es la parábola de un obús
que siempre yerra, la bayoneta
abandonada en la trinchera,
el asesinato superfluo de una flor.

El amor es una lente de contacto
que enrojece el ojo
sólo cuando lagrimea.

El amor es una luz articulada de pájaros
en la tarde prodigiosa que incendia
las estatuas de su dios mendigo,
o la locura embriaga de los cirios.

Y mientras te preguntas qué demonios es el amor,
la oscuridad te sonríe
como una enfermedad contagiosa
de libros y poemas
o un cuerpo desnudo de mujer.

© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.