
La más desesperada lucha del hombre es querer dar sentido a algo que no lo tiene; y de todas las cosas que no tienen sentido, la vida es la primera y mayor. Todo en la vida está supeditado a esta orfandad de criatura perdida que busca respuestas y no encuentra a su creador.
¿Cómo se originó la vida? Fue algo azaroso, imprevisto. Un error. La irrepetible combinación de una serie de variables que desafió toda lógica y predicción. La fullería de un tahúr que trucó los dados alterando así el curso natural de los acontecimientos, desarbolando las leyes elementales de la física.
Y sin embargo, fruto de ese error ontológico naciste tú, la criatura más perfecta de la creación (sé que te burlarías de mí al leer esto y me llamarías grandilocuente, no sin rubor). Hija de una madre que nunca te quiso, tú tampoco te querías, pero yo te quiero por los dos. En ti veo a la amante, a la amiga, a la poeta, a la hija, a la madre. Al Amor. Eres todas las mujeres en una. Toda vida nace y muere en ti. Eres el río donde desembocan mis sueños, el sínodo de mis labios cuando entono una canción. Eres lo que yo entiendo por Dios, y son tus poemas mi religión.
El universo es caótico y despiadado. Allá arriba, en la bóveda celeste, las estrellas parecen girándulas. Todo es fuego, llamaradas y explosiones. Un espectáculo pirotécnico que asombra y emociona visto desde lejos, pero que asusta y quema si te acercas demasiado. El universo no estaba preparado para acoger en su seno una forma de vida como la nuestra, con sensibilidad, inteligencia y consciencia. No hay nada más cruel que ser consciente de tu finitud y contemplar en tu cuerpo la decadencia a que nos aboca el tiempo. Ni siquiera las estrellas son inmortales. Ninguna luz brilla para siempre. Todo lo apaga el soplo del tiempo. Paradójicamente, lo efímero de la vida es lo que nos hace vivir más intensamente, porque, aunque breves, nuestras vidas están siempre expuestas a la amenaza del tedio, y ese hastío o cansancio vital conduce en la mayoría de los casos a la aniquilación del individuo, al suicidio. De ahí que sea tan importante mantener la cabeza ocupada en asuntos triviales, dividir el tiempo entre el trabajo y el ocio, sin dejar apenas espacio para la reflexión, buscando compañía para no quedarnos solos. Antes que homo sapiens somos homo ludens.
Este amargo despertar, que nos sobreviene y nos lacera como una fatal premonición en el amanecer de la consciencia y que se nos impone como una certeza indubitable al final de nuestros días, es tan angustioso que nos impele a fantasear con la idea de una vida más allá de la muerte. La fantasía surgió para intentar explicar lo inexplicable, y a menudo la imaginación es tan poderosa que reescribe con bella caligrafía los gruesos trazos de la realidad. Así nació la fe; así también se crearon las religiones. Nadie discute que en su origen tuvieran un propósito encomiable, como es el de aliviar el sufrimiento humano ante la sinrazón de la enfermedad, el dolor y la muerte, pero el miedo es un arma tan poderosa que con ella se pueden gobernar y someter pueblos enteros y civilizaciones.
Por eso, por esta escapista necesidad de huir de nuestra burda realidad imaginando mundos mejores, a menudo confundimos lo que creemos con lo que queremos creer, porque es más fácil, para nuestro sosiego, creer en intuiciones que en certezas (quizá, después de todo, el hombre sólo sea una ficción, o, como decía Heine, “el sueño de un dios ebrio”). Y eso, en el fondo, es saludable. Se llama higiene mental. Porque quien sólo cree en lo que ve, está ciego de verdad; y lo que es peor, cuerdo. Sin una pizca de locura que la endulce, la vida sería un trago demasiado amargo para nuestro delicado paladar, y tomada en grandes dosis, podría ser mortal. La locura es, pues, el mejor antídoto contra ese veneno que inficiona nuestras vidas: la rutina.
Nadie ha ganado todavía esta partida de ajedrez. El tiempo es un enemigo invencible. Esta batalla se perdió antes de librada. Es posible que al morir nada quede de nosotros. Tal vez no exista un espíritu, o un alma, ni siquiera un residuo de energía de lo que fuimos que se transforme en otra sustancia o materia, pero mientras haya alguien que nos recuerde, nuestra existencia no habrá sido en vano, y al morir no habremos muerto del todo.
Hay varias formas de conseguir la inmortalidad, o lo más parecido a la inmortalidad: la propagación de nuestros genes, la perpetuación de nuestro nombre por medio de la fama, y la transmisión de nuestros pensamientos. Eso no nos libra del fin inevitable, pero al menos hace que la vida sea más llevadera. Si tu nombre pasa a la Historia, tu existencia habrá tenido un propósito, y eso es cuando menos consolador. Porque aunque todo final es siempre triste por definición (eso de final feliz es un oxímoron elevado a la categoría de falacia), lo es un poco menos si llegar a la meta tiene recompensa.
La palabra que más tememos es fracaso. Fracaso a no haber hecho nada reseñable, nada que concite y acapare la estima ajena. Fracaso a no haber hecho nada por lo que seamos recordados. Es como si por el hecho de estar vivos tuviéramos el deber de hacer algo útil con nuestras vidas. O más que útil. Antológico, memorable. Perdurable. Sí, ésa es la palabra. Algo que dure para siempre, aunque sepamos que este sueño de inmortalidad es el delirio de un loco. Convivir con la noción de muerte hace que valoremos más la vida, porque frente a la nada, cualquier cosa, por insignificante que sea, parece mejor. Y al estar vivos es como si tuviéramos que pedir perdón a los que ya no lo están, y demostrarles, para compensar su desgracia, que haremos algo provechoso con este privilegio que se nos ha concedido, y que a ellos tan injustamente les fue arrebatado.
La mayoría de la gente vive demasiado preocupada por el dinero como para darse cuenta de que lo verdaderamente importante es hacer con tu vida algo que le dé sentido. Y ciertamente el dinero no lo da. Nunca es un fin en sí mismo. A lo sumo puede ser un medio para alcanzar tus fines.
El amor es lo único que da sentido a lo que en verdad no lo tiene. ¡Ah, ebrio encanto de una noche de verano! Qué no daría yo por volver a clavarme en el pecho el puñal de tu pupila. Aun después de muerta, me sigue llegando el brillo de tu estrella dormida. Y así será por cientos de miles de años, tanto tiempo como viva. Eres fanal en la oscuridad, Faro, vigía y luciérnaga. Esta galaxia es demasiado joven para acunar nuestros sueños de amor.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.