
Recuerdo que era invierno,
recién entrado el mes de febrero,
y hacía tanto frío que los coches amanecían tiritando,
con los parabrisas enjalbegados de nieve
y los faros pitañosos, ateridos.
Tú también temblabas en mis brazos como una gota de rocío
–tal vez de emoción, tal vez de frío–,
y yo no dejaba de abrazarte y de frotarte los hombros
para que entraras en calor.
Con las manos entumecidas
te ponías los guantes y un gorrito de lana,
y te lo calabas tan graciosamente, hasta los ojos,
que parecías una seta, tan pequeñaja.
Aquel día tosías y te dolía la garganta
y entramos en una tienda de chucherías
para comprar unos caramelos de miel y limón.
Al salir nos besamos, y tu boca sabía a miel, y mi boca sabía a limón,
y el caramelo nos acaramelaba a los dos.
Pasados unos días el dolor desapareció,
no sé si por los caramelos o por los besos curativos que yo te daba en el cuello,
pero tú seguías comiendo aquellos caramelos,
y yo, a escondidas, lo reconozco, también los comía.
Los comía no tanto porque me gustaran como porque me recordaban a ti cuando tú no estabas.
Era tanto como llevarte siempre en la boca, bailándote en una danza de sabores.
Pronto hice de aquel sabor tu sabor.
El tarro de caramelos se vaciaba muy rápido, demasiado rápido para uno y lo justo para dos, y tú me mirabas como quien descubre a un ladrón.
Yo, claro, me hacía el despistado, y así provocaba tu indignación, tierna y amorosa indignación.
Ahora, cuando salgo del trabajo y paso junto al escaparate de aquella tienda de chucherías,
siempre me detengo para comprar caramelos de miel y limón,
y al meterlos en la boca se me deshacen en miles de sabores,
unos tan dulces como la miel, otros tan amargos como el limón.
Luego, con trémula indecisión, envuelvo mis lágrimas en papel de amor
y digo adiós.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.